¿A quién le importa?

José Ignacio García comenta la novela de Rubén Abella 'Dice la sangre'

José Ignacio García
18/05/2024
 Actualizado a 18/05/2024
El escritor vallisoletano Rubén Abella.
El escritor vallisoletano Rubén Abella.

‘Dice la sangre’
Rubén Abella

Menoscuarto Ediciones
Novela
288 páginas

20,90 euros

 

No, no les voy a hablar de una canción. A pesar de lo que el título de esta recensión pueda sugerir. Y, mucho menos, voy a incluir en estas líneas a Alaska y su banda, que en los tiempos de este tema pegadizo y bailongo no sé si era Dinarama o Los pegamoides o ninguna de las dos.


La pregunta de la cabecera tiene que ver con la estructura de la reciente novela de Rubén Abella, una obra coral en la que todos los personajes se dirigen a un interlocutor –o interlocutora– que les pide testimonios, confesiones, vivencias o juicios sobre los hechos que acontecieron en el verano de 1985 alrededor de una familia, de sus amistades, de sus parientes y de otros personajes (con frecuencia antagónicos y hostiles) que componen un amplio paisaje humano y sentimental en el que la memoria y las emociones juegan un papel fundamental.


Rubén Abella es un maestro a la hora de trazar los planos de una construcción narrativa, ya sea en forma de microrrelato o de novela de trescientas páginas, y de perfilar la semblanza y la psicología de los personajes. Buena muestra de ello quedó bien palpable, para no remontarme a un pasado demasiado lejano, en su anterior novela, ‘Ictus’, donde urde con brillantez la confluencia entre los personajes y nos regala al niño Quique, para que nos enamoremos de él de una forma cándida y enternecedora.


En ‘Dice la sangre’, Abella nos enreda alrededor del personaje de Pilar, la matriarca que anuncia a su marido y a sus hijos que se está muriendo, mientras sirve la sopa para la cena. No hace falta ponerse trascendente para comunicar una sentencia irreversible. No hacen falta historias volcánicas o truculentas o sobrenaturales para escribir una gran novela. Basta con convertir los acontecimientos sencillos en extraordinarios. Y eso Rubén Abella lo consigue, novela tras novela, de una manera sobresaliente. Es como si con un puñado de arroz, algunas verduras humildes, alguna especia y una pizca de sal consiguiera aderezar un guiso de alta gastronomía.

 

Imagen Dice la sangre
Portada de la novela 'Dice la sangre'. | MENOSCUARTO

Abella nació en Valladolid, pero es un ciudadano del mundo que ha recorrido armado con su bagaje de palabras y con su cámara fotográfica. Sin embargo, basta con empezar a leer la novela para ver que el autor no ha viajado esta vez demasiado lejos con la imaginación. Arranca la acción en Madrid antes de trasladarse a un pueblo llamado Tabira, que podría ser un lugar imaginario pero que, unido a las alusiones frecuentes a León, a uno le hace pensar que guarda muchas semejanzas con Astorga. Y más cuando se entera por la prensa de que la madre del escritor era astorgana y de que recientemente se hizo allí una presentación multitudinaria de la novela. O sea que Abella es un hibrido vallisoletano leonés, que tampoco es mala cosa para presumir de pedigrí literario.


El primer ingrediente que crea expectación y atrapa es ese «a quién le importa» o «a quién va dirigido cada testimonio». El segundo es que Abella llame a los personajes por sus nombres de pila sin apelar a grados de parentesco, para no desvelar informaciones innecesarias antes de tiempo. El tercero es que, a pesar de la variedad de personajes, de edades, de condición social o profesional, ninguna de las voces es similar a las otras, ni las de los hijos ni la del marido ni la de la abuela ni la de los empleados sanitarios ni las de los amigos ni las de los macarras de la panda rival ni las de las amigas de Pilar ni las de otros secundarios que, aparentemente, «pasaban por allí». El cuarto elemento sazonador consiste en cómo cada declaración complementa y fortalece a las demás, como piezas de un rompecabezas que se va ensamblando lentamente. Y un quinto, aunque hay más, serían los temas que se abordan, la carcoma inexorable del cáncer, los lazos afectivos personales que se aprietan o se aflojan, los miedos adolescentes, la pederastia encubierta, el poder voraz y depredador de las manadas juveniles, la soledad, la falta de comunicación…


En aquel verano del 85 donde la vida se movió de Madrid a Tabira, para llevarse con ella la muerte de Pilar, juega un papel estelar la pandilla de amigos, los pijos de ciudad que se iban a pasar el verano al pueblo –cómo me suena esta historia, qué propia la siento– sin tener más que hacer que divertirse y gastar el tiempo, mientras que los chicos bravucones del lugar tenían que trabajar, ponerles las cosas difíciles a los chavalucos forasteros y ligarse a las mozuelas facilonas que ocultaban algún secreto traumático e inconfesable entre sus faldas.


Surge en ese momento también un embarazo inesperado y es por ahí por donde uno empieza a entrever quién es el protagonista anónimo –o la protagonista– a quien todos se dirigen con sus vivencias solidarias. Pero, para entonces, Abella ya nos ha cautivado con la aparente sencillez de estas situaciones que pueden haber atravesado infinidad de lectores, el dolor de la enfermedad, la protección del clan, la falta de entendimiento entre padres e hijos, la soledad incierta que provoca la ausencia de algún ser querido, y tantas otras emociones, celos, envidias, amores y rencores que, desde tiempos inmemoriales, han escrito con letras gruesas la historia de la Humanidad.


Al final, a quién le importa si Tabira es Astorga o no. A quién le importa el artífice de esta novela a partir de los testimonios y vivencias que solicita. A quién le importa si es hombre o mujer. Lo que de verdad importa es que Rubén Abella ha escrito una gran novela –quizás la mejor– gracias a su talento portentoso para convertir lo cotidiano en fascinante, y todo con un poco de arroz y unas verduras humildes, durante un lejano estío vacacional en que la muerte de una mujer, de una madre, de una esposa, de una hija, de una amiga, se convirtió en hilo conector de la relación de unos adolescentes que pasaron de la juventud a la madurez de tomar decisiones decisivas después de convencerse de que acababan de dejar atrás esa edad mítica en que se creyeron invulnerables.
 

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