23/05/2019
 Actualizado a 18/09/2019
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El sonido indescriptible del mármol rozando entre sí hasta escuchar un golpe seco marca el final, la despedida, el adiós. Es el último exponente de esa manida y socorrida expresión ‘ley de vida’, que durante varios días no ha cesado de salir de mi garganta y que también ha martilleado mis oídos. Lo más preocupante es que a pesar de que esta frase es categórica y no falta a la verdad, nos empeñamos en querer olvidarnos de ella y pensar que somos tan importantes como para ser inmortales. Y es en esos momentos cuando te das cuenta de que nos guste o no, la mayoría de las personas de nuestra cultura no estamos preparados para afrontar la muerte propia ni la de otros como el trance más natural posible. Una vez que naces, se te abren ante ti miles o millones de acciones o situaciones que marcarán tu vida, no hay nada seguro excepto una cosa, tu muerte. Quizás el problema ya empieza desde la niñez cuando queremos alejarla lo más posible de los niños, haciéndoles mirar para otro lado para supuestamente no hacerles pasar por situaciones que puedan provocarles algún tipo de trauma. Sin darnos cuenta que este afán por vacunarles ante el dolor, puede en el futuro tener consecuencias más negativas que si desde pequeños les vamos educando poco a poco en la cultura de la muerte, que es sin duda también la cultura de la vida.

Por desgracia lo he podido sufrir en mis propias carnes esta semana cuando he tenido que despedirme terrenalmente para siempre de mi abuela. Claro que es ‘ley de vida’ que una persona con casi cien años fallezca, pero a pesar de eso el dolor es desgarrador. Puede que sea porque como me dijo Guillermo Garabito «las abuelas son medio ángel de la guarda». Y no le falta razón. Y por este motivo me veo en la obligación de dedicar estas líneas a todos los abuelos, aquellos que todavía nos acompañan y también para los que precisamente están cuidando de sus seres queridos desde vaya a saber usted dónde.

El primer daño colateral para ellos es que ser abuelo no se elige. Tener hijos sí que es una decisión personal y de la que luego se podrán arrepentir o no, pero que luego sus hijos decidan tener descendencia ya no les compete. Mejor dicho, no les incumbe en un principio, pero luego en muchos casos sí que empieza a afectarles cuando se convierten en los mismos esclavos que cuando decidieron ser padres, pero con la pequeña diferencia de que a sus espaldas llevan ya la carga de muchas décadas de trabajo y preocupaciones. En este caso también se podría utilizar la expresión de que es ‘ley de vida’ que los abuelos ayuden a sus hijos a cuidar de sus nietos, pero por desgracia más de los que deberían tergiversan este axioma para convertir esa ayuda en una obligación.

Y ese no es el principal problema, sino que lo más dramático es que cuando por los achaques de la edad comienzan a ser una carga, no se tiene en cuenta la hoja de los servicios prestados. Lo más llamativo es que parecemos olvidarnos de que también es ‘ley de vida’ que si el de la guadaña no te encuentra antes, todos llegaremos a necesitar de la ayuda de los demás en los últimos años del camino que tiene como meta la muerte. Pero somos tan ignorantes que no nos detenemos ni a pensar en ello.

Ahora que tanto nos preocupamos e implicamos en la denuncia de ciertas discriminaciones e injusticias sociales, seamos valientes y reconozcamos que nuestra sociedad rezuma egoísmo y trata injustamente a los abuelos, pisoteando sus derechos ganados con sudor y sufrimiento durante años y años.

Soy consciente de que estas palabras pasarán al olvido tras remover en mayor o menor medida la conciencia de algunos de los lectores. La vertiginosa rapidez con la que vivimos nos ayudará a sepultar las dudas y remordimientos que tengamos al respecto. Pero no por ello voy a privarme de hacer este sentido homenaje a todos los abuelos y en especial a Carmela, ‘mi medio ángel de la guarda’ que ahora habita donde viven los ángeles.
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