Lavigne en Saint-Jacques

El mercenario a sueldo informa de lo ocurrido en la biblioteca de la Sorbona mientras el profesor Lecomte lee en su apartamento los detalles sobre la Thule Gesellschaft

Rubén G. Robles
17/08/2020
 Actualizado a 17/08/2020
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Capítulo IX
La Biblioteca de Saint-Jacques
La Sorbona
París
Francia

Regresó de la calle al interior del edificio. En la penumbra íntima de la sala habitada del aroma de los libros, Louis Lavigne sonrió al ver el dinero. Entonces, guardó el arma, tomó la bolsa negra de deporte y recorrió los pocos metros que le llevaban hasta la puerta del edificio de la Biblioteca. Salió a la calle con la tranquilidad y el aspecto de un hombre que regresa a su casa después de haber finalizado las clases. Y respiró aliviado, satisfecho, dejando que el aire de la lluvia le empapara desde dentro, llenándole de un extraordinario placer porque todo había salido bien. Conocía ese sabor desde el éxito de la operación en África. Cogió el teléfono y marcó un número.

–¿Monsieur Feder? –dijo al otro lado Lavigne.
–¿Sí?
–Todo en orden –respondió.
–¿Alguna cosa más?
–No.
–¿El profesor?
–¿Sí? –dijo Lavigne.
–¿Se encuentra bien?
–Sí, he cumplido con lo que me pidió.
–Pero después se ha dirigido al hospital Saint Paul –le dijo Hermann Feder.

Lavigne entendió que no había estado solo.
–Ha salido por una ventana, sí, pero sin consecuencias.
–¿Está bien? -le preguntó Hermann.
–Sí.
–¿Está seguro? –insistió.
Lavigne se mantuvo en silencio.
–¿No tiene nada que decir?
–Le vi correr después de salir de la biblioteca –respondió al final.
–Me han dicho que se arrojó desde una altura de cinco metros.

Lavigne se quedó sin decir nada durante unos segundos.
–Le he visto huir con mis propios ojos –dijo al final.
–Le dije que no tenía que sufrir ningún daño –le recordó Hermann.

Lavigne no dijo nada.
–¿Piensa que íbamos a dejar una mercancía tan valiosa en sus manos? -insistió.
–Se tiró por la ventana, sí… pero después siguió corriendo.
–¿Le ha visto, sabe quién es usted? –le preguntó Hermann
–Ni siquiera ha girado la cabeza –le respondió.
–¿Está seguro? –volvió a preguntar.
–Sí.
–¿Le vio entrar alguien a la biblioteca?
–No.
–¿Y la joven de la entrada?
–Vinieron a recogerla para ir a comer.

Hermann demostraba estar bien informado de todos los detalles.
–¿Alguien que le viera entrar al edificio?
–Estábamos solos. Nada de lo que preocuparse.
–¿Los guardas de seguridad?
–No. Habían acabado su turno. Nadie me ha visto.

Hermann Feder se mantuvo en silencio al otro lado.
–¿Qué quiere hacer con los libros y los papeles? –le preguntó Lavigne.
–Déjelos allí.
–¿Nos veremos de nuevo? –preguntó Lavigne.
–Quizás.
–Puedo ir a verle a casa.
–Es mejor que no –le dijo Hermann.
–Neuilly sur Seine, Rue Charles Lafitte.
–Veo que ha hecho averiguaciones.
–Aún conservo algunas amistades –respondió Lavigne.
–Lo sé, pero no serán sus amigos por mucho tiempo.

Al otro lado de la línea se escuchó respirar con fuerza.
–Escúcheme bien, no me vuelva a llamar si es para trabajar en Francia –le advirtió Lavigne.
–¿Por qué?
–No aceptaría.
–Todo tiene un precio….
–Tal vez –dijo Lavigne.
–Usted también.
–Puede ser, pero… en Francia, de ninguna manera, no volveré.


Capítulo X
Rue du Temple
París
Francia

Después del incidente en la Biblioteca de Saint Jacques Jean Louis dejó el apartamento de Michelle y regresó a la rue du Temple. Repasó en su cabeza todo cuanto había vivido hasta aquel día, el encuentro en Villafranca con aquel matrimonio que le entregó el relato de Gil y Carrasco de la botella de cristal, la noche con Hermann, el viaje a Boston junto a Marie... demasiadas cosas, pensó, en muy poco tiempo. Ahora necesitaba repasar el amasijo de nombres, lugares y fechas conseguidos de la lectura sobre la Thule Gesellschaft y de sus conversaciones con Margalit y con Hermann y con el matrimonio Halff,

Encendió el ordenador y tecleó algunos nombres. Glauer Sebottendorf, vinculado a la creación de la Thule Gesellschaft había sido adoptado por un rico alemán exiliado en Turquía, se había interesado profundamente por la Teosofía y la francmasonería europea. Siguió los preceptos de Helena Blavatsky, quien fuera acusada en varias ocasiones a lo largo de su vida de superchería y fabulación. Fueron sus escritos los que acercaron al barón a la numerología, la cábala y el Sufismo de la orden de Bekthasi.

Siguió leyendo con enorme interés la biografía de Glauer. Durante algunos de sus viajes visualizó los bailes de la orden Mevlevi de los derviches y visitó la pirámide egipcia de Keops lo cual reforzó su interés por el ocultismo y las antiguas teocracias. Tuvo el barón, según varios autores que se ocuparon de su biografía, el apoyo financiero de una familia de judíos de Salónica que formaban el núcleo de una logia afiliada al rito francés de Memphis, quienes posteriormente se convertirían a la logia del Arco Real. Recordaba Jean Louis ahora algunas de las indicaciones de la escritora hebrea. Los componentes de la familia de los Termudi de Salónica habían llegado a la ciudad griega procedentes de España, después de la expulsión efectuada durante el reinado de los Reyes Católicos, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón. Y los Termudi habían apoyado económicamente a la Sociedad del barón Glauer Sebottendorf, la Thule Gesellschaft. Los datos se iban mezclando a cada paso y no sabía aún si contribuirían o no a arrojar algo de luz a lo que ya sabía sobre la participación de familias judías de los primeros momentos del nazismo y su financiación.

Entre las notas encontró unas palabras del Führer que le habían llamado la atención: «Emanará luz desde la corona de ideas y habrá subordinación y autoridad sin contradicción. Y aunque los judíos llenen nuestras arcas para evitar que dirijamos nuestro ataque contra ellos, trabajaremos como ellos con la precisión matemática de un cabalista porque poseemos como ellos la fe en un sistema de acción científica a través de la primera palabra».

El propio canciller alemán confirmaba así la existencia de la financiación judía del nazismo, aunque no ocultaba su enorme desprecio por todo cuanto procediera del mundo hebreo. Jean Louis encontraba en aquellas palabras también la primera referencia a algunos de los objetos que al parecer habrían viajado con su escritor Enrique Gil y Carrasco en 1844 en su viaje a Prusia, la corona y la ampolla de cristal en cuyo interior residía el aleph, la palabra secreta, objetos de más trascendencia por su simbolismo y significado que por su propia materia. Resonaba en la cabeza de Jean Louis la conversación con la escritora hebrea y la información que había obtenido en Boston de Margalit.

Recordó algunas de las notas obtenidas con la ayuda de Sophie en la Biblioteca de Saint Jacques y tecleó las direcciones en el ordenador Encontró de nuevo las palabras del Führer: «El pueblo necesita una educación adecuada para aceptar que es preciso destruir todo cuanto construyeron trabajosamente las generaciones anteriores. Es preciso convencerles de que para crear algo nuevo es preciso hacer tabla rasa, volver al primer peldaño y a la primera esfera». En aquellas palabras del canciller alemán aparecía la referencia a la destrucción del mundo como acción necesaria, tan valiosa para los judíos Hassidim, los ashkenazíes, los judíos conversos de la Europa oriental.

Los papeles de la Thule donde se recogían las palabras del Führer parecían arrojar algo de luz. Aparecieron algunas líneas de los primeros discursos de Hitler como miembro de la Sociedad Teosófica del barón von Sebottendorf. «Es preciso que el pueblo recupere la fe en la luz de un Reich milenario». El tono del discurso era el de un enloquecido visionario y sus declaraciones le convertían más en un rabí talmúdico que en el dirigente irascible, lunático y lleno de frustraciones que había sido, algo en lo que él mismo siempre había creído hasta entonces y antes de llegar allí.

Leyó unas declaraciones de Goebbels: «Los judíos lograrán realizar sus ideales, porque lo hacen desde dentro del Reich». Se demostraba la presencia hebrea en la construcción del nazismo. El representante del aparato propagandístico nazi a través de su relación con el Führer llegó a descubrir que el Reich caminaba no solo hacia la destrucción del mundo, el ideal Ashkenazi, sino hacia su propia destrucción. El 2 de mayo del año 1942 Goebbels declaró sobre los judíos: «Saben que alcanzarán aún mejor sus fines mientras permanezcan entre bastidores valiéndose de los medios que el Reich les ha proporcionado». Estas palabras confirmaban la presencia hebrea en los orígenes del nazismo.
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