'Las vías de tren'

El joven autor de la novela corta ‘Familiaris’ (Ediciones Oblicuas) se suma a la creciente nómina de escritores del serial ‘El Decaleón’ de La Nueva Crónica con un relato que evoca una experiencia de la infancia

Manuel Martínez González
26/04/2020
 Actualizado a 26/04/2020
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Tendría en torno a siete años. Aquel día me sentía realmente alegre y excitado: íbamos todos juntos, mis padres, mis hermanos y yo, a casa del abuelo a celebrar el cumpleaños de mi primo. En aquella época un primo era algo especial, un tipo de persona diferente al resto. Uno tenía con él una relación más estrecha que con los compañeros de clase y los amigos, pero menos que con los hermanos. Al ir a su casa de visita y contemplar cómo era su vida habitual, la relación que tenía con sus padres, sentía como si estuviese ante la versión alternativa de mí mismo, semejante pero diferente, algo así como una posibilidad que nunca se hubiese realizado. Aquello me resultaba verdaderamente fascinante: tenía muchas ganas de ver a mi primo. Llevaba conmigo un regalo que estaba seguro le iba a causar una gran impresión; no recuerdo qué ocurrió, pero, ya en el barrio de mi abuelo, nos retrasamos por alguna razón. Quizá mis padres se pusieron a charlar con otros adultos o algo parecido, no lo sé; en todo caso, empecé a impacientarme más y más, y al final decidí ir corriendo a casa del abuelo, que ya estaba cerca, y darle de una vez el regalo a mi primo.

Corrí y corrí a toda prisa por las calles, que hoy calificaría como estrechas, pero que en aquel momento me resultaban enormes. Tendría que haber llegado al poco tiempo, pero pronto me di cuenta de que no sabía dónde estaba. El barrio se encontraba en una zona periférica de la ciudad, cerca de las afueras; las casas iban apareciendo más y más distanciadas entre sí, con grandes parcelas de terreno sin cuidar entre ellas. ¿Cómo era posible que de pronto todo lo conocido y familiar hubiera desaparecido, estando ante mí cinco minutos antes? Me había perdido. No había ni un alma por los alrededores: todo estaba vacío y desolado. Me hallaba en un lugar extraño y desconocido, y por más que lo intentaba no lograba divisar ningún punto de referencia, nada con lo que pudiera orientarme. Me sentí muy alarmado y comencé a caminar muy deprisa, aunque sin llegar a correr, tratando de encontrar el camino de vuelta.

No recordaba que me hubiese ocurrido nunca nada así; todo mi mundo se había esfumado de repente. Yo mismo me había transformado en algo distinto: en mi vida cotidiana, junto a mi familia, haciendo las mismas cosas cada día, era otro al de ahora. Tras perder todo aquello me había convertido en un ser confuso e impotente. El peligro, el dolor, lo desconocido, todas esas cosas de las que uno estaba protegido normalmente, que no tenían cabida en el mundo corriente, de pronto empezaban a cobrar realidad, a hacerse posibles. Aquellos vagos presagios de terror que en ocasiones vislumbraba suplantaban a las habituales sensaciones de normalidad y orden. Por más que mirase en todas direcciones no podía ver a nadie: si algo o alguien surgía de repente ante mí, si algo me pasaba, nadie podría ayudarme, nadie llegaría a tiempo. Era como si cada cosa, cada parte del mundo dejase de ser predecible e inofensiva para convertirse en algo ajeno e incomprensible, en una amenaza.

Vagando por los descampados, que me parecían inmensos, pasé ante una casucha cuya puerta había sido arrancada, a través de cuyas desvencijadas ventanas pude ver unos ganchos de metal en el techo. Mi abuelo había sido carnicero; al instante acudieron a mi mente imágenes de piezas de embutido colgando de garfios como aquellos, cadáveres de animales, cuerpos hechos de carne como la mía. Me estremecí. En aquellos días aún era demasiado joven para haber aprendido a ahuyentar los malos pensamientos, a quitármelos de la cabeza. Las emociones o los recuerdos o las imágenes, buenas o malas, llegaban y uno sólo podía desear que continuasen unas y que pasasen otras, como el que espera a que acabe la tormenta. ¿Qué haría el hombre que vivía en aquella casa? Habitando un lugar desolado y aislado como aquel, seguramente algo también alejado de lo que hacía la gente normal, la que vivía junto a otros, cosas prohibidas e inexplicables, cosas aterradoras.

Fui alejándome más y más de la ciudad (sólo ahora me doy cuenta), hasta que vi a lo lejos unas vías de tren. Lleno de duda, seguí caminando con paso vacilante hacia ellas, pero finalmente me detuve justo antes de cruzarlas. Aquello parecía algún tipo de frontera, como el borde entre el mundo familiar y confortable al que estaba acostumbrado, y ese otro lugar desconocido e inquietante en el que había caído. Me di la vuelta y me fui por donde había venido, aunque era consciente de que haciéndolo volvería a pasar por los lugares que ya había examinado antes, y en los que no había podido hallar ningún punto de referencia. Normalmente, si uno vuelve a hacer la misma cosa, obtiene el mismo resultado, pero aquella era una situación anómala, en la que las leyes habituales del mundo parecían haber dejado de funcionar, así que tal vez esta también lo hubiera hecho. Desanduve lo que antes había andado; volví a pasar frente aquella casucha siniestra, alejándome lo más que pude de ella. No sé las vueltas y revueltas que di, pero tras un tiempo logré empezar a orientarme, y lo que me rodeaba se fue haciendo familiar otra vez. Tras caminar un rato más me encontré al fin con mis padres, que me estaban buscando, no muy lejos del lugar donde les había dejado.

Calculo que toda la experiencia debió durar en torno a cuarenta y cinco minutos.

Aprendí la lección y no volví a actuar de forma tan impulsiva en terreno extraño: nunca volví a extraviarme completamente, como mucho me desorienté alguna vez. Sin embargo, en muchas ocasiones a partir de entonces he vuelto a encontrarme en una situación como aquella, en la que las cosas que nunca pueden ocurrir de pronto se convierten en lo único que existe; en esos momentos es la vida de todos los días la que parece una fantasía. Entonces comprendo que ambos mundos no están separados entre sí, sino que son colindantes, y que en ocasiones uno no puede evitar cruzar la frontera y pasar de uno a otro. A veces me parece incluso que los dos son el mismo, y entonces camino por las vías de tren, con uno de ellos a cada lado, contemplándolos y tratando de reconciliarlos; quizá, sólo quizá, sea posible hacer que desaparezca la frontera y vuelvan a ser uno solo.

‘Las vías de tren’ es un relato de Manuel Martínez González, leonés y autor de la novela «Familiaris» y varios relatos publicados en diversas antologías.
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