Las que hablan sin palabras

Las campanas son uno de los elementos más presentes en la vida cotidiana de cualquier pueblo o ciudad; y en el caso de León sería difícil de entender un repaso fotográfico de su historia reciente o pasada sin una mirada a la Catedral

Fulgencio Fernández
08/11/2021
 Actualizado a 08/11/2021
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La campana, las campanas, el campanario, siempre ha sido uno de los elementos más identificativos de nuestros pueblos y ciudades y, a su vez, de los más activos en participar en la vida cotidiana. Ellas marcaron las horas y congregaron a los pueblos, a misa, a concejo, a apagar un fuego, a la hacendera, a sacar un enfermo... Las campanas siempre hablaron a las gentes, a sus vecinos, aún sin tener voz.

No podían permanecer ajenas al archivo de Fernando Rubio. Y, hablando de León, mucho menos las de la Catedral. Les asigna el fotógrafo una definición muy gráfica: «El tañer de las campanas era el reloj de nuestros abuelos». Y completa la descripción: «Su toque marcaba las horas. Las campanas eran la alarma cuando había un peligro. Las campanas eran el despertador y su toque, también, ponía fin al día. Su repicar reunía a los vecinos a las asambleas y anunciaba las fiestas y los entierros». Para rematarlas con un precioso poema de Rosalía de Castro.

Recaba Fernando Rubio —que responde comopocos a esa definición del fotógrafo como «un periodista con otra mirada»— datos sobre las campanas de la Catedral, ubicadas en la torre norte. «El conjunto de campanas es relativamente moderno. La Campana litúrgica más antigua parece ser de 1671. Hay otra campana de 1729, cuatro del siglo XIX y nada menos que seis campanas de Cabrillo, el fundidor de Salamanca, de 1929, entre ellas las cuatro mayores».

Recuerda cómo el campanero Cándido Calvo realizó en 1836 el inventario de las leonesas: « La Llamada Froilana, La María, La Dominica, La Trinidad, La llamada Semidoble, La Ferial, El Cimbalillo ó Aguijón, Dos Pascualejas en las ventanas del oriente, otras dos en las del mediodía, Otras dos en las del norte. Total campanas, trece».

Son muchas las referenciasa las campanas catedralicias y a otros campaneros más recientes en el tiempo, como el recordado Federico, al que el profesor y escritor Paco Flecha dedica un relato titulado precisamente ‘Ico, el campanero’, en el que escribe: «Desde hacía mucho tiempo era el viejo campanero (Ico) el único dueño de la torre de las campanas. Se pasaba el día entero allá arriba con su gorra y aquel guardapolvo de tendero, rechoncho y sonriente, acariciando las campanas: la Froilana, la Gorda, la María y el Esquilón de las horas. Conocía sus mil y cien lenguajes. Les hablaba como a hijas y espantaba a gorrazos a los grajos y vencejos. (...) Cuando al fin se quedó completamente sordo (por causa, según decían, de la vibración infernal de las campanas que remueve los sesos y te deja atronado, a no ser que te tapes los oídos con una bola de miga de pan remojada en aceite, cosa que el campanero nunca quiso hacer por no perderse aquel retumbar que era para él más sustancial que el latido de las venas), entonces colocaba las puntas de los dedos en la falda misma de las campanas y se le llenaban los ojos de una risa picarona e inocente.

Cuando Ico murió enmudecieron para siempre las campanas».

Este Ico, el campanero, fue protagonista, por cómplice, de una bella historia de amor a la Catedral en tiempos de guerra. La protagonizó con el artista local Cayo Jesús Fernández Espino, a quien Ico abría las puertas de la Catedral y escondía en el coro para que Cayo Jesús trabajara. Le horrorizaba la posibilidad de que una bomba de la guerra impactara en las vidrieras de la Catedral y acabara con ellas sin posibilidad de recuperación. Así narraba Antonio Gamoneda lo que se le ocurrió a este artista: « Cayo Jesús dio en temer la destrucción de las vidrieras, y, así, llevado del temor, comenzó una tarea de años. El asunto es cuasi novelesco: con unos prismáticos, y la bondadosa complicidad del campanero [su gran amigo Federico, Ico] acometió la quijotesca aventura de reproducir («para que pudieran reconstruirse») las vidrieras de la catedral de León. Así, como suena. Y al cabo de empresa tan deliciosamente desaforada, cuando la técnica ha vestido de candor el proyecto manual, lo que sí es verdad es que Cayo Jesús ha logrado un documento conmovedor: ¿De las vidrieras? Más bien, de sí mismo; de su terror estético y milenarista, de las secretas horas de emboscamiento en los altos triforios catedralicios».

Prueba de esta curiosa historia es una foto de Ico que conserva el nieto de Cayo Jesús y en cuyo reverso puede leerse: ««A mi gran amigo Ico, compañero de la Catedral de León, gracias a él, que me dejó una llave del coro desde el cual, escondido, pude pintar las vidrieras entre 1936 y 1939».

Tiene el campanero presencia en ‘Los grajos del Sochantre’, de Luis Mateo Díez, llevado al cine en El Filandón, por Chema Sarmiento.

Y tuvieron más presencia los campanarios en la vida diaria de las ciudades y pueblos aunque, como concluye Fernando Rubio, «al perder su utilidad, como el código morse o el lenguaje de los abanicos, su uso ha quedado reducido al propio ámbito de los campaneros».

Cada día ‘hablan’ menos las campanas, señal evidente de que estamos perdiendo buena parte de la rica vida comunal a la que nos congregaban los variados toques de las campanas.
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