Las botas viejas de Chaplin

Bruno Marcos reflexiona sobre el genial cineasta británico en el centenario del estreno de 'El chico'

Bruno Marcos
27/02/2021
 Actualizado a 27/02/2021
Chaplin junto a Jackie Coogan durante una pausa del rodaje de ‘El chico’ (1921).
Chaplin junto a Jackie Coogan durante una pausa del rodaje de ‘El chico’ (1921).
Habló muy bien Heidegger de las botas viejas pintadas por Van Gogh en cuya boca oscura del gastado interior bostezaban las fatigas de los pasos laboriosos, pero hay otras botas viejas que merecen un ensayo también: botas desechadas, yacentes, botas paradas que se pusieron a andar de nuevo para ser actrices, actrices de sí mismas en los pies de Chaplin.

Hace poco alguien publicó su fotografía en las redes sociales. Las botas de Chaplin están musealizadas. Se las ve envejecidas de verdad, pisadas, deformadas, arrugadas: andadas. Si uno piensa en ellas se enciende la infancia extrañada ante el cine mudo: personas todas muertas que son personajes vivos en películas sin color, sin sonido: escenas que se van borrando, volviéndose niebla, como recuerdos de no se sabe quién.

Chaplin debió encontrar esas botas en ropavejerías, cuando las escogió ya habían tenido una historia que ha quedado escrita en cada arruga, en cada paseo o caminata, en cada lluvia; botas que fueron de no sabemos quién. Nadie quiere los zapatos ajenos porque son demasiado biográficos. Sólo hay alguien que desea meterse en los zapatos de otro y caminar con ellos: el niño que se pone los del padre y juega en ellos a haber vivido lo que ha vivido el padre.

Para Chaplin esas botas tenían que ser, como los zapatones de los payasos, más grandes que sus pies, debían haber sido de un hombre alto. Su antiguo propietario sería algo así como un padre misterioso y sus andares se unían a los suyos para producir un paso entre lo torpe y lo solemne, mitad tropiezo y mitad homenaje, un homenaje a la inocencia de ambos.

Precisamente se cumplen ahora cien años de la película ‘El chico’, una obra maestra sobre la vida de un hombre con un niño al que recoge abandonado en la calle. Se hacen padre e hijo sin serlo y comparten, felices, un negocio de romper cristales a pedradas el chico y arreglarlos el hombre hasta que aparecen los servicios sociales para llevarse al muchacho. Entonces las peleas de risa y las carreras de chiste se vuelven desesperadas y milagrosas para mantenerlos juntos… Hay que fijarse en la enorme justicia con la que Charlot, en una de las secuencias, cuenta las tortitas que el niño ha cocinado mientras él leía el periódico tumbado en la cama, para repartirlas matemáticamente a medias y hay que ver la honestísima partición que hace de la que le había tocado a mayores: es el desayuno más hermoso de la historia del cine.

Las películas de Chaplin son la historia de un desdichado que buscando ser cómica se hace atemporal, universal y verdadera. Un vagabundo tímido y sensible que, inesperadamente, alberga en su interior las más delicadas virtudes humanas. Volviendo a ver esta uno piensa que falta una escena, una en la que el niño se pusiera las botas viejas que no sabemos de quién fueron antes de serlo de Chaplin.
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