La trastienda del tiempo

Por Bruno Marcos

Bruno Marcos
03/01/2020
 Actualizado a 03/01/2020
Adonino Llamazares 'Moncho' durante una feria del libro. | ALVACAL
Adonino Llamazares 'Moncho' durante una feria del libro. | ALVACAL
Nos despertamos pocas horas antes de finalizar el año con la noticia del adiós definitivo a un librovejero, el dueño de la primera librería de lance que conocimos muchos de los locales, La Trastienda. Era, y es, demasiado bonita esa tienda para no pararse a verla, para no querer entrar pensando hallar en aquellos libros viejos que contiene lo que ansiamos, aunque no sepamos muy bien lo que buscamos.

La Trastienda tenía, y tiene, una simetría impar, tres arcos en las añosas maderas de la puerta y tres arcos de escayola atrás. Tapizada de libros hasta el techo precisa de una escalera para alcanzar los volúmenes más altos. Yo no sé si antes fue una mercería o siempre fue una librería de viejo, si detrás de los tres arcos interiores donde se sentaba el propietario de esos millones de palabras dormidas vivirían sus vidas personajes de una España galdosiana, si de esa parte tras los tres arcos de escayola vendría lo de "la trastienda".

Siempre había en el escaparate ediciones raras y letreros curiosos que alertaban, por ejemplo, a los ladrones de libros de que estaban en peligro de excomunión, como exhibiendo que el pasado que tantas veces se nos muestra bárbaro amaba los saberes de los papeles ancianos. Llevo en mi conciencia haber visto los ejemplares suyos caros, por haberme maleado en lo barato del Rastro, y pesa sobre mí el pecado de haber enviado a un amigo, después de cotejar el precio de un ejemplar en Internet, a regatear su valor dejando a la tienda física en la desventaja de los tiempos modernos.

La vi más veces cerrada que abierta porque al Barrio Húmedo se va casi siempre fuera del horario comercial y por eso, arrimando los ojos al cristal, la he imaginado en la oscuridad más veces que visitado. Recuerdo haber entrado una vez de mañana, cuando todavía el Rastro estaba en la plaza que hay a pocos metros, y encontrar a nuestro poeta mayor inclinado en un pasillo estrecho sobre los anaqueles exclamando con pesadumbre "… nunca encuentro nada…", sin que eso le impidiera volver de inmediato a buscar en los estantes.

No sabemos si ahora La Trastienda seguirá siendo La Trastienda o si pondrán otro negocio en ella: una mercería galdosiana del siglo XXI, u otro bar —han desaparecido tantos tan peculiares, tan de otros tiempos—; o si ocurrirá lo más seguro: que se convierta tristemente en un nuevo local vacío. Cuando su dueño dejó El Cafetín, que también regentó en el bajo contiguo con Ubaldo —aquel camarero altísimo y serio que parecía extraído de una película buena de cine mudo a la cual volvía en cada carnaval con sus disfraces—, fue poco a poco dejando de ser El Cafetín, incluso el café con leche no volvió a saber igual. Moncho, el de La Trastienda, el del Cafetín, consiguió en ambos lugares crear algo excepcional: sitios que pasan a la memoria como escenarios de nuestras vidas, espacios que no queremos que cambien nunca.

La ciudad va desapareciendo por partes y apareciendo nueva, entretanto quedan islas del pasado en la parte de atrás de los días, en su trastienda, como testigos que nos indican que hay que tomar algo del ayer y algo del mañana. Aprendemos a vivir en lugares contemplando su misterio para verlo muchas veces apagarse. La Trastienda debería ser conservada por las autoridades competentes. Si estuviera en París sería un monumento, aunque en París también están en peligro los monumentos que son sólo la trastienda del tiempo.
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