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La solidaridad que nos quede

19/12/2020
 Actualizado a 19/12/2020
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Mañana es el día internacional de la solidaridad humana y aunque a nuestro director le parezca, no sin motivos, un poco abusivo tanto laudatorio anhelo, tanto afán cansino por etiquetar el paso de los días, sí parece fundado apelar a lo que por humanos nos une. La capacidad de conmocionarnos mirando a los sin techo, a los refugiados, los descartados, los que no cuentan porque ni votan ni vetan. No hay que mirar muy lejos para buscar desarraigo. Le preguntaba a una alumna colombiana que cómo se iban a presentar sus primeras navidades en León. Me contaba que ella llegó acá recién apenas un mes. Enturbiando la mirada aseguró que serían duras: «A mi papá lo mataron hace un año, el día de Nochebuena. No sabemos qué problemas tendría pero mi madre no deja de llorar». A su lado una muchacha de tez morena y mirada huidiza escuchaba mientras recordaba su propia historia. Se vino con su familia compuesta por cuatro miembros a casa de una leonesa que les acogió desinteresadamente en su casa durante tres meses hasta que han podido independizarse. Vinieron con el status de refugiados políticos.

Se amontonan las historias en el aula, y también en nuestras calles, donde crecen los soportales ocupados, se multiplican colas distantes ante escasos comedores sociales mientras las condiciones laborales se enrarecen en un mercado en el que el río revuelto engrosa los dividendos de los de toda la vida. Crecen las desigualdades de manera exponencial a como lo hace este indomable enemigo vírico. Por eso es necesario apelar a lo que por humano nos rearma.

El otro día había un hombre tirado en medio de la calle. A las puertas de mi casa. Una paseante con perro pasó a su lado. El perrito y su dueña esquivaron el bulto vírico que trazaba un incómodo garabato sobre el pavimento. Soledad hiriente la del transeúnte huérfano, ni tan siquiera miradas de pena que lo arroparan. Así desmadejado, recortaba el frío en silueta. En el rellano, adusto. A los pies de la valla metálica roncaba el hombre ruidoso como queriendo que le escucharan. Pero nadie se percataba de su presencia ni añoraba su ausencia.

Y resonaron en el silencio de la noche, en voz queda, aquellos versos de César Vallejo: «Perdóname, Señor: ¡qué poco he muerto! En estas tardes todos, pasan sin preguntarme ni pedirme nada. Y no se qué se olvidan y se queda mal en mis manos, como cosa ajena. He salido a la puerta, y me dan ganas de gritar a todos: Si echan de menos algo, aquí se queda».

Solidaridad al menos, lo que nos queda.
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