04/12/2022
 Actualizado a 04/12/2022
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He vuelto a casa con tiempo y he comido rápido con intención de encontrar momento para descansar un poco. Por el camino me he topado con grupos de niños y algún adulto disfrazados de personajes sombríos y risueños celebrando a los difuntos con esa moda que se llama Halloween. Pero ahora el edificio y la calle están silenciosos, no hay nadie en casa y el momento se antoja favorable para una siesta. Voy a ello complaciente y con un punto de ilusión, recreándome.

Nada más acostarme empiezan los inconvenientes: la posición no acaba de ser confortable, me giro y la luz de la ventana resulta hiriente, hay un almohadón que no he quitado porque «será solo un momento» y ahora se abalanza insidioso sobre mí; temo arrugar la colcha que no he retirado del todo… Estas cosas no suceden de noche; de noche somos profesionales. Al vecino de arriba se le caen objetos pesados y sonoros con regularidad y oportunidad admirables. No quiero pensar que sabe lo que intento (dormir) y actúa en consecuencia. No quiero creer que el vecino de abajo suponga eso de mí. Tampoco sirve de nada este alarde de indulgencia comunitaria, cada poco siguen sonando cosas que caen. Llora un bebé. Sonrío sardónico sin mover un músculo.

Entre el suave oleaje del letargo, como germinada en mi interior, oigo una discusión abajo, en la calle, tal vez en uno de los comercios que empiezan a abrir a primera hora de la tarde. Uno de los interlocutores está enfadado y grita. Apenas entiendo lo que dice salvo gilipollas (dos veces) y cojones (tres). El otro apenas eleva el tono y resulta inaudible. Me da por pensar que este último lleva razón y también que esa conclusión es un prejuicio arbitrario contra el que vocea. También pienso, para relajarme, que me da igual.

En lo profundo de la ciudad suena en sordina la sirena de una ambulancia con curiosa uniformidad. En lugar de especular sobre quién irá dentro o a quién recogerán y si tendrá suerte o no con lo que padezca, como suelo hacer, la modorra me lleva a preguntarme a cuánta distancia de la fuente de sonido el efecto doppler deja de apreciarse, qué ángulo lo compensa. Quedo conmigo mismo en buscarlo en internet cuando me levante sabiendo que no lo haré porque lo habré olvidado o me parecerá una pérdida de tiempo.

Me despierta un ronquido propio. Me despierta una moto a escape libre. Me despierta el ladrido de un perro, una cisterna que se vacía. Supongo que entre medias he dormido, pero la incertidumbre me desanima un poco aunque intento retomar el sueño. Esa pretensión no sirve de nada en estos casos: dormir es un don en que la voluntad no tiene peso. Pienso en ello y me duermo. Creo.

Me levanto con la sensación con que me acosté. Se multiplica por una torpeza en que quiero reconocer esas propiedades benéficas de la desconexión cerebral que, dicen, son semejantes a las de apagar un ordenador. En la calle se escuchan villancicos y relumbran unas luces navideñas que acaban de encender.
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