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La República Monárquica Española

16/11/2017
 Actualizado a 18/09/2019
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El caleidoscopio del tiempo tiene el poder de modificar la percepción que tenemos de una imagen, un símbolo, un sonido… e incluso me atrevería a decir, de la vida misma. Hasta hace siete años que de un balcón colgara una bandera de España se interpretaba por algunos como una actitud con aroma a facherío y alcanfor. Y si a algún atrevido le daba por mostrar a los viandantes una bandera republicana, muchos de estos pensaban que el inquilino de esa vivienda era un trasnochado y un soñador iluso.

Pero parte de todo esto cambió en 2010 gracias a un manchego y a un balón, que les dio por entenderse en el continente africano, donde la selección española ganó un Mundial al ritmo del ‘Waka Waka’ y también de las inolvidables vuvuzelas, una especie de trompetas desconocidas hasta ese momento para la mayoría de los mortales. El día en que «Iniesta de mi vida» marcó el gol a los naranjitos holandeses todos los prejuicios hacia la bandera española implosionaron, consiguiendo que el ideario colectivo dejara de vincular la bandera española con otros tiempos pasados.

No sé ustedes, pero desde que comenzó el circo catalán, cuando he deambulado por las calles de varias ciudades españolas me acompaña el zumbido de las vuvuzelas siempre que alzo la mirada y veo la rojigualda ondeando en ventanas y terrazas. Y hace unos días ese zumbido sonó de manera diferente cuando en Oviedo mis ojos vislumbraron una combinación de colores atípica: rojo, amarillo, rojo, morado, amarillo y rojo. Bien es cierto, que ahora, tras la nueva elástica de la selección española, dicha fusión de colores no me hubiera llamado tanto la atención, ya que pensaría que el diseñador de Adidas que parió o vomitó, según los gustos, el diseño de la nueva camiseta residía en la ciudad carbayona. Pues sí, de una terraza pendían unidas dos banderas: la española y la republicana. Para que luego digan que Puigdemont ‘El Belga’ y sus compañeros de viaje al país de Nunca Jamás sólo provocan la fragmentación y el enfrentamiento. ‘El Belga’ ha conseguido unir y fusionar dos ideas que ni el mismísimo Ferrán Adrià conseguiría maridar en sus platos más desestructurados.

La imagen de esas dos banderas unidas me hizo elucubrar sobre los habitantes de esa vivienda. ¿Será ella monárquica y él republicano o al revés? ¿Serán los dos monárquicos y su prole republicana? ¿Cómo serán las comidas familiares cuando se hable de política? ¿Y cuando estén presentes los cuñadísimos, en qué derivarán las reuniones familiares? Y con el sonido de fondo de las vuvuzelas llegué a la conclusión de que las respuestas a esas preguntas carecen de valor, ya que lo realmente importante es que esos dos trozos de tela unidos simbolizan lo que es la democracia, en la que se puede pensar tangencialmente distinto pero siempre desde el respeto, quedando las diferencias en simples variaciones cromáticas, pero siempre alejadas del negro de la sinrazón. Y llegados a este punto, me pongo solemne y proclamo que lo que Puigdemont ‘El Belga’ ha unido, que no lo separe el hombre.
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