13/06/2021
 Actualizado a 13/06/2021
Guardar
Para el Estado el ciudadano nunca fue un sujeto bien terminado. Desde siempre lo tuvo por carente y falto; si infeliz, lo era a causa de sus propias imperfecciones. Hace años le faltaba una póliza, una tasa, la fotocopia compulsada del DNI, el certificado de su propio nacimiento o de su propia defunción. Ahora se le requiere un teléfono, un ordenador, un enlace wifi. Y su correspondiente conexión eléctrica para que pueda usar tarifas muy nocturnas. Todo este aparataje se ha convertido en su prótesis, aquello que le falta para acceder a la sublime gestión de su propia riqueza, el gobierno de sus propios asuntos delegados a la Administración, con mayúscula.

Pero el Estado no inventa, hace tiempo que no lo hace si es que alguna vez sucedió tal prodigio. El Estado se limita a replicar los comportamientos de los empresarios que, al fin y al cabo, lo tutelan y moldean a su imagen y semejanza. Pese a lo que proponían sus lemas, para las empresas el cliente siempre fue un ser defectuoso y desprovisto de razón cuya única razón de ser se liquidaba en caja. Si las empresas nos exigen hacernos con un artilugio donde frecuentar sus oficinas virtuales, si nos instan al aprendizaje de una serie de mañas con que poder deshacerse de legiones de trabajadores, si usan y abusan de nuestros medios para sus fines ¿por qué el Estado no iba a hacer lo mismo sobrándole como le sobran legiones de funcionarios de la generación boomer y no faltándole como no le faltan las excusas (la oficina sin papel, la ventanilla desde casa, etc.)?

Todo contribuyente ha de poseer medios que garanticen la relación electrónica con lo privado y lo público. Normas con nombres tan aviesos como «ley de procedimiento administrativo común» urgen a la adquisición de prótesis que nos acoplen y asistan, que completen nuestra humanidad de pacotilla con una ortopedia por la que pagar a tocateja «impuestos» (pues se imponen) abonados puntualmente a las empresas que facilitan seguir «conectados». De la privatización de lo público a la «nacionalización de las exigencias privadas»; o sea, la imposición por el Estado de servicios de pago que proporcionan los privados. Una privatización del tiempo, el dinero y las facultades de los ciudadanos.

Me gustaría conocer (porque la habrá) la lapidaria legislación que regaña y pena a los ciudadanos por no disponer de los medios que la situación requiere y si esa norma es igual o superior en rango a las que antaño le prometieron el acceso a la sanidad o la vivienda. Saber si aquellos cuya capacidad de aprendizaje no da más de sí o cuya formación obligatoria no incluyó en su día esta asignatura deberán afrontar sus exigencias y consecuencias. Cuando el Banco de España acusa al menor de los salarios de ‘sustraer’ empleos sugiere que la culpa es de la gente, por la suprema imperfección de existir. O por no dedicar el incremento del salario mínimo interprofesional a financiar un ordenador y una wifi en el mercado de la tecnología.
Lo más leído