La noche y la luna en Villafranca

El compositor alemán intentará convencer a Jean Louis Lecomte para que investigue qué sucedió en Alemania en 1844 cuando Enrique Gil llegó a Berlín

Rubén G. Robles
29/07/2020
 Actualizado a 29/07/2020
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La genuina familiaridad de estos modernos y particulares amantes de las artes  recordaron a Jean Louis el ánimo sin perfidia que el escritor romántico Enrique Gil y Carrasco, considerado el Walter Scott de la novela romántica española, destiló a través de sus escritos. Aquella búsqueda le ayudaría a comprender mejor la figura del crítico, articulista y poeta español del siglo XIX de viaje a Berlín, expulsado a la frialdad del mundo civilizado desde la arcadia natural y rural de aquel pequeño pueblo con aspiraciones de ciudad.
-Lo pensaré, no se preocupe –Jean Louis no pudo evitar un bostezo, estaba cansado.

Apenas pudo dormir. Había sido una tarde cargada de emociones y sorpresas. El relato sobre el marqués de Vadillo le pareció una fantasía salida de la pluma del propio Enrique Gil y Carrasco, del escritor y diplomático decimonónico, aunque no lo podría decir con certeza, pensaba Jean Louis sin poder dormir, vestido, sobre la cama y que el propio escritor de Villafranca se lo atribuyó al aristócrata, al marqués de Vadillo, como  recurso literario que otorgaría al relato cierta verosimilitud.

Se levantó de la cama de hierro sin encender la luz, la luna iluminaba el cuarto. Abrió la ventana, el aire lleno de aromas de la noche de septiembre envolvió amable la estancia. Levantó el rostro y alcanzó a ver media luna de un tamaño sobrenatural y gigantesco. En el escenario sin sonidos del firmamento aparecía llena de las señales que la convierten en un ser silencioso, sucio y sin luz, una polvorienta y enfermiza mancha blanca. El perfil del satélite encorvándose en el cielo le recordó el relato del marqués de Vadillo, la esfera de cristal del marqués, aquel objeto, la clave de aquel relato que se acercaba por su apariencia a los relatos de terror de Stevenson, de Poe y de Lovecraft. Mientras acudía un cúmulo informe de ideas a la mente del profesor francés, se podía escuchar, en medio del silencio cósmico y nocturno, el ruido de los planetas más alejados al rozar en su giro contra la noche y su oscuridad.

No solo aquel relato del marqués de Vadillo y la posibilidad de mejorar su curriculum profesional atravesaban los pensamientos del profesor francés antes de irse a dormir sino que aquel relato fluía como un río  por su cerebro. Le resultaba emocionante también que la pareja  compuesta por el compositor alemán y su esposa, le hubiera desvelado la última misión de Enrique Gil y Carrasco, poeta romántico, articulista, diplomático y escritor. Se mezclaban en su cabeza ambos relatos, el del marqués de Vadillo y el de la vida de su escritor. Le resultaba más interesante ahora que sabía de él que había sido un hombre con una actividad de cierta relevancia política y diplomática en el tiempo en que vivió.

Había sido una noche corta para el sueño, pero energizante. No había dormido en una cama en condiciones desde hacía unos días, pasando como lo había hecho de cama de albergue a cama de hotel. Pudo ver al despertarse, esta vez con menos sueño y en más detalle, el mobiliario de la habitación, la cama de hierro con remates en latón dorado y que rugía llena de ruidos metálicos y tintineos con cada movimiento. Había sobre el lado derecho, actuando a modo de mesita, un lavabo antiguo, en madera, con palangana y jofaina en metal. Abrió una de las pesadas ventanas y dejó que el aire ocupara la estancia. En las proximidades las colinas mostraban la colección de cepas viejas, leñosas y desprovistas a estas alturas del año, de las alegrías del fruto de la tierra. Aún se mantenía en el aire el aroma a azúcares de la uva y la vendimia. En la suavidad de las colinas que rodeaban aquella fortaleza, las viñas parecían un bosque petrificado, de árboles fosilizados, sin hojas y en perfectas hileras, sobre una tierra arada.

Desayunó en la enorme cocina de madera. Tenía una meseta central, con su fregadero moderno. Tomó un café solo y una tostada recién hecha. Después del desayuno bajó a los sótanos del palacio. Allí se encontró a Christ sentado en el mismo lugar que la tarde anterior.

–Era, aquella última misión, aquel viaje a Prusia de 1844, para el que había sido designado Enrique Gil y Carrasco, hermano de mi bisabuelo, una misión más política y diplomática que literaria –le confesó la esposa del compositor durante el desayuno.
–Y si no le he entendido mal –dijo el profesor-, su deseo es que trate de aportar algún tipo de conocimiento sobre la tumba.

Christ asintió. El profesor tomó su mochila y se dirigió a la puerta.  Se despidió de Marita y sintió como si lo hiciera de una visión, de un espectro amable. Tenía un aspecto apagado, enfermizo incluso. El compositor caminó unos pasos retirando a Jean Louis con amabilidad a cierta distancia de donde ella se encontraba.
–Señor Lecomte, mi esposa se está muriendo.

El tono se había vuelto más íntimo.
–Hace tan solo un par de meses le diagnosticaron un cáncer linfático. Me ha expresado que uno de sus últimos deseos sería ver enterrado en la capilla del palacio el cuerpo de Enrique de su antepasado.
–Haré lo que pueda señor Halff.
-Sé que usted tiene una vida dedicada a la investigación, a la docencia y que le queda poco tiempo para disfrutar de sus pequeños placeres.

Le miraba condescendiente y comprensivo, como un anciano mira a su nieto.

–No obstante, si dedicara sus capacidades a buscar aquel cuerpo y los objetos que le acompañaban le aseguro que podríamos llegar a ser muy generosos.
–No se preocupe, al llegar a París preguntaré a mis colegas y haremos todo lo posible por encontrar el cuerpo del escritor.

Cierto brillo de esperanza apareció en la mirada de aquella calavera endurecida por la edad. Las cataratas de Christ resultaban como un par de telarañas brillantes, cristalinas y opacas. No obstante, su mirada intensa, de unos ojos azules y pequeños, seguía intentando que el profesor francés se implicara en la búsqueda que le proponía.

–La familia de mi mujer se mostraría muy agradecida y le aseguro que se caracterizan por su generosidad y largueza. No deja de ser un hermano del bisabuelo de mi esposa. Enrique Gil y Carrasco es un personaje de gran relevancia al que se tiene en gran estima en estas tierras.
–Debería enviarme a Francia una copia de todo cuanto tiene sobre el escritor –le dijo Jean Louis.
–Así lo haré señor Lecomte –respondió el compositor.
–Le dejaré una tarjeta.

Jean Louis sacó una tarjeta del interior de la cartera.
–Envíenme el material que tengan, no les prometo nada.

Marita contemplaba benevolente el jardín y la redondez de las colinas repletas de cepas retorcidas y viejas, mientras veía a su marido intentando convencer al profesor para que aceptara aquel encargo.
–Estaría dispuesto a asignarle unos honorarios que le permitirían apartarse de la investigación y la docencia por algún tiempo.

Caminaban por la parte trasera del castillo, por el camino de gravilla entre árboles y arbustos donde se apilaba un montón de leña. Se dirigían ambos hacia lo que parecían unas caballerizas. Asomaron y Jean Louis pudo ver unos caballos.

Jean Louis solo pensaba en dejar atrás al compositor y a su esposa y en poder continuar su viaje hasta Pereje y O Cebreiro. Deseaba recuperar la intensidad del camino, un encuentro con sus pensamientos más íntimos. Emplearía la soledad del viaje para poner sus ideas en orden y decidiría si iniciar la búsqueda que le habían propuesto.

–Usted se preguntará por qué le he traído hasta este establo. A estos caballos, les he contado todos mis secretos. Solo ellos dos saben las circunstancias en las que he vivido.
Hizo una pausa, dejó que el silencio creciera entre ellos. Agachó la cabeza. Hizo que creciera el interés del profesor.
–No he encontrado a nadie que quiera escuchar todas las atrocidades que he cometido y que quiera permanecer a mi lado, como lo haría un amigo, aceptando de uno la desgracia de haber sido como he sido. Quizás usted quiera hacerlo algún día.

Jean Louis aguantaba el peso de su mochila y se apoyaba sobre el palo que había comprado en el pueblo de Bembibre. Christ se abrazaba al cuello de uno de sus caballos, uniendo su frente a la de los animales,  acariciándoles los belfos, como si se trataran del amigo en quien confiar.

–Mi esposa sufre una grave enfermedad y le queda muy poco tiempo. A ella le gustaría ver enterrado el cuerpo de su antepasado, de Enrique Gil y Carrasco, en la capilla de este castillo.
–Cuando llegue a París pondré en orden algunas cosas y le ofreceré una respuesta.
–Prométame tan solo que se interesará por la figura de su escritor. Acérquese, señor Lecomte, a la vida de los personajes que le ofrezco, porque ellos, a pesar de su apariencia, a pesar de su insignificancia, también han contribuido, con sus vidas e historias, a dar tierra y paz a un pueblo.

No entendía muy bien lo que aquel hombre le estaba tratando de decir y a qué hacía referencia. Estas últimas palabras, que escuchó en un silencio sobrenatural y lleno de equilibrios, sorprendieron al profesor francés e hicieron que Jean Louis, mientras caminaba lleno de las imágenes de aquel matrimonio y los pensamientos puestos en lo ocurrido en el castillo, estuviera deseando llegar a Santiago, coger el primer tren a Hendaya y regresar a París. Estaba deseando poner en orden aquellos dos nombres y aquellas dos historias, la del marqués de Vadillo y la de Enrique Gil y Carrasco, antepasado de Marita y Christ, historias tan alejadas entre ellas, pero que resonaban tanto en su cabeza, que no había ahora mismo sitio para más.

Miraba desde su asiento en el tren de regreso a París, deleitándose en la contemplación de la sucesión de paisajes, más allá del espacio inmediato de las vías, aparecer tierras, crecer ciudades, encenderse luz en las casas y pasar gentes junto a las vías, aunque el que pasara fuera él. Crecían las colinas, iban los matorrales creciendo y transformándose en árboles, las tierras de labranza dejaban sitio a los bosques, los yermos dejaban paso a tierras feraces. El tren avanzaba por una España otoñal, olorosa y desértica hasta convertirse en una Francia, verde, boscosa y amarga. En la cabeza de Jean Louis no había más sitio que para aquel ovillo de personajes, fechas, lugares, cosas desaparecidas de la historia, que parecían carecer, con la distancia adquirida, de toda coherencia o unidad.



En la próxima entrega el profesor francés, de regreso a París, descubrirá el expolio de obras de arte de San Isidoro de León producido en 1836.
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