Avanzado ya este mes de marzo no puedo dejar que finalice sin dedicarle una de mis semblanzas a una especial mujer que dejó honda huella en quienes la conocimos. Se trata de Manuela Rejas García (Moralzarzal, 1924 – Veguellina de Órbigo, 2010), nacida madrileña, pronto convertida en ciudadana del mundo y que concluyó como vecina de Veguellina donde falleció un 6 de marzo para realizarle a la vida su último juego de ilusionismo: que sus cenizas concluyeran su viaje vital llevándola hacia el mar – el último trayecto planeado– a través de las aguas de su amado Órbigo, en un simbólico 8 de marzo.
Hace apenas unos días Fulgencio Fernández recordaba en estas páginas la actividad por la que quizás más llegamos a conocerla: la de ilusionista, la que la llevó de circo en circo por tantos y tantos destinos, la que la convirtió en protagonista del documental ‘Violeta y el baúl americano’ y que mantuvo viva hasta última hora a través de los trucos que compartía con «los viejitos» de la residencia de su localidad. Pero si artística fue esta faceta de su vida, hoy le dedicamos estas líneas en calidad de escritora –escritora amateur como ella misma se declaraba– que, ya casi al final de su vida consiguió ver otro de sus sueños realizados: su nombre en el escaparate de una librería. Dicen que toda persona se habrá realizado cuando haya tenido un hijo, plantado un árbol y escrito un libro. Ella vio cumplidas con creces estas tres premisas.

En este considerado por ella humilde recorrido literario, también la tentación de los concursos. Y con ellos los premios: los primeros de la mano de Luis del Olmo en los primeros tiempos de su ‘Protagonistas’; el último de todos, casi al final de su vida, un primer premio con la Asociación ALCLES. Numerosos galardones, pequeños pero importantes para una persona que se formó a sí misma sin más posibilidades de educación que las lecturas y los empeños a los que se dedicaba en los pocos tiempos libres que su dura vida y sus afanes familiares le dejaban. En esa tesitura, con mucha poesía también en sus cajones, que compartía apenas en encuentros veguellinenses como ‘Poesía a orillas del Órbigo’ y algunas publicaciones como la revista La Panera, reconocía como un maravilloso premio que alguien leyera sus escritos y se sintiera conmovido por ellos, riendo o llorando, o provocándoles un recuerdo, pues ella escribía también para eso: para recordar, para mantener viva la memoria más allá de todo lo bueno o malo que le había pasado en la vida.
Manuela, fue un canto a la vida y un ejemplo de la fuerza creadora que la edad y la experiencia pueden tener, que llevaba tan profundamente marcada la huella de la escritura que hasta dejó por escrito el epitafio que había de leerse en su definitiva despedida. Con él nos despedimos.
"Cuando leáis estas letras/sabed que las escribo/con el alma en la boca. / El mejor homenaje que deseo/es pediros de todo corazón/que no lloréis mi muerte/que no dure la pena. /Pensad que yo parto contenta/pues viví una vida plena. / Sé que en cada rincón yo/estaré presente en vuestras vidas. / Una rosa, un cuadro, una fotografía/os hablarán de mí constantemente. / Quiero pensar que mis palabras/sirven de homenaje y de cariño. /No lloréis por mí ¡Os lo suplico!/ Me voy feliz, sin pena. /Ojalá, siguiendo mi consejo, /seáis felices mirando mis recuerdos. /Además… yo no me iré del todo. /Seguiré volando por el aire, /por el sol, por las nubes. /Al florecer las rosas, las robaréis/ y las llevará el río…, pensaréis/ en lo feliz que con vosotros he sido".