19/03/2023
 Actualizado a 19/03/2023
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Me incomoda un poco reconocer la belleza del Kintsugi, esa técnica ancestral japonesa que revierte las cosas, dando una segunda oportunidad a la vida de lo que se ha roto. Me parece como traicionar a esas madres a las que habíamos nombrado maestras en darle mil vidas a todo. Ya Leonard Cohen inmortalizó en su canción Anthem ‘esa grieta irremediable que existe en todo’ haciéndonos ver que no sobra nada y todos los métodos son válidos para un mundo tan herido. Las madres buscando lo práctico y disimulando costuras. Los japoneses creando belleza en esas fisuras que rellenan con resina lacada y polvo de oro, convirtiendo las cicatrices del objeto en joyas. Grietas, costuras doradas que cuentan la historia que llevan dentro.

Hoy me apetecía acudir guapa a esta cita tan demorada como difícil. Vengo sin noticia importante. Traigo sólo un invierno apenas vivido, un vestido malva bastante inapropiado y una cicatriz de oro que esconde una historia de Sanidad Pública. Pero cuando ya te crees preparada para reiniciar una vida frenada en seco y dispuesta a usar los mejores cinco mil caracteres que existan, tropiezas con una columna que este periódico no llegó a recibir, en la que una manifestación de batas blancas avanzaría por las calles de Madrid, un once de enero. Encontrar ese texto inacabado en la pantalla produce el azogue de lo que fue urgente, del viaje inesperado, de la casa abandonada dejando el abrigo en el perchero y el rescoldo en la lumbre. Una columna que te rompe la calma, te desordena la vida y te hace dudar si ha sido un sueño o simples recuerdos, si estás sedado o despierto. Presientes un vacío en el espacio, te faltan un puñado de latidos y el mes de febrero. No encaja que esas calles por las que hace días pasaron las mujeres del ocho de marzo con su estela morada, en tu ordenador sigan ocupadas por batas blancas exigiendo una Sanidad Pública y siga siendo once de enero…

Hasta que por fin te serenas y decides poner en orden el tiempo, comprar un reloj de arena y arrancar las hojas del almanaque no usadas, que las aproveche la niña para aprender los números. Después, revisando tu vida, toca admitir que no es para tanto, ni eres tan necesario. Simplemente, no regaste el limonero del hueco de la escalera ni recogiste las hogazas que la frutera te reserva los días impares. Tu batalla es tan simple que consiste en un recuento de días que a medida que cruzas, consideradas victorias, y en ver las horas pasar tras la ventana, mientras tu corazón cicatriza. Y no tienes más mérito que refugiarte en la calma y en la manta más vieja y gastada, con la que te arropa tu hermana haciendo de madre, sin apenas rozarte para no romperse y para que tú no te rompas. La que apenas te mira para que no veas su miedo y cuando te cree dormida revisa el castillo, recorre los fosos, eleva los puentes, espanta a los cuervos, enciende hogueras para ahuyentar a los lobos y lumbres para caldear el invierno antes de que te alcance. La hermana que te esconde el invierno con todos sus fríos y dice haberlos perdido, por si preguntas por ellos. La que te arropa de nuevo, una y mil veces, mientras tú finges no perder de vista a un pájaro, uno en concreto, entre el revuelo de alas que habitan el ciruelo del huerto. Y mañana volver a empezar, juntas, por mucho que duela. Recorrer el pasillo con esa presencia bajo la escalera, que se conforma con un rayo de sol cada tarde: el pequeño limonero muerto en su maceta de barro, que dejaste ahí porque te acompaña, entiende tu ritmo, tu cansancio y tú no ser casi nada.

Y al final, compruebas que el tiempo no estaba tan desordenado. Que aquella marea blanca defendiendo la Sanidad Pública, un once de enero, estuvieron en pie de guerra hasta hoy mismo. Fueron otras batas las que aquel mismo día cosieron con hilos de oro las dos partes que separaban un abismo. Desde entonces, el tiempo no existe porque ya no lo mides y vives. Simplemente, vives. Hoy, abusando de la oportunidad que te brinda el periódico, preparas ese vestido malva tan inapropiado para un invierno leonés y acompañas con él esta columna para decir gracias a cada persona que dedique su vida al cuidado de otros. No es casual que la fotografía esté de espalda, con la voz de Leonard Cohen recorriendo ‘esa grieta irremediable que existe en todo, por la que entra la luz…’ y se intuye aún más belleza en la cicatriz del reverso, zurcida con hilos de oro y manos de látex, uniendo el antes y el después de todo.

En este momento tan complicado en que nuestros servicios públicos se tambalean, exijo el derecho a puntadas doradas para todos y ruego que el día de meter el voto en las urnas, recordemos que con nuestra salud no se juega y nuestra vida no puede ser el negocio de nadie. Regreso con mi agradecimiento a los profesionales de la sanidad pública, la que nos permite volver a ondear como aquellas sábanas de lienzo tendidas en los huertos, orgullosas de la costura materna que las atravesaba. Y lo hago el día que brotó una hoja del limonero muerto.
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