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La historia no se repite

29/03/2020
 Actualizado a 29/03/2020
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Apareció de improviso, desde oriente, y llegó al Mediterráneo disimulada en gentes que se desplazaban en grupo. Aunque no se supiera exactamente cuál era el origen de aquella plaga, su causa, hubo varias teorías al respecto, algunas tan extravagantes como imposibles de comprobar. Enseguida, la enfermedad se expandió desde Italia a todos los confines del mundo, infectando a necesitados y a potentados, y, por supuesto, a unos dirigentes desbordados que no sabían qué hacer. Se prodigaron los estafadores que pretendían sacar rédito de la angustia de los ciudadanos, y las costumbres hubieron de cambiar hasta el punto de que en los funerales y los entierros se prohibieron los ritos y las emociones…

Me estoy refiriendo a la peste antonina que azotó el Imperio romano entre el 165 y el 180 d.C. Aún no existe acuerdo para atribuir a la viruela, el sarampión u otro patógeno la pandemia que asoló Roma durante década y media y que se repetiría poco después con lo que algunos autores identifican con un coronavirus similar al Ébola o a este de 2020. La enorme mortandad que provocó acabó con el coemperador Lucio Vero y, tal vez, con el propio Marco Aurelio y es considerada por algunos historiadores el inicio del ocaso de la edad dorada del mundo romano. Lo cierto es que a partir del gobierno del emperador filósofo se abriría una era diferente, no peor, que por muchas y diferentes razones, acabará conformado una sociedad distinta y, siglos después, daría lugar a la Edad Media. Desde entonces, muchas epidemias se cebarían con el mundo sin mejores esperanzas. También se conoce a aquella enfermedad como la peste de Galeno, pues Galeno de Pérgamo, el médico hipocrático y cortesano uno de los intelectuales más prestigiosos de la época y cuyo nombre ha pasado a ser sinónimo de la profesión, la combatió con el saber de entonces y acabó por huir de la capital para esquivar su azote.

Pienso en aquellos días terribles, en aquellas gentes entregadas a dioses de piedra y llantos inconsolables, cuando escucho a don Fernando Simón y siento confianza en sus palabras, me reconforta el crédito que inspira cada comparecencia suya pese a enfrentarse con un enemigo invisible tan fiero o más que aquel. Y pienso en lo poco que importan, sin embargo, otros discursos grandilocuentes, particularmente el de un rey tan descolocado, tan ajeno, que seguramente se parece a los de hace dos mil años, y en cómo confiamos en los ciudadanos de bata y uniforme que se han volcado en ayuda de todos. Pienso que, tanto tiempo después, frente a enemigos similares contamos con profesionales, formación, ciencia, medios organizativos y públicos y voluntad ciudadana que aquel imperio antiguo no podían imaginar y siento que la historia, pese a tanto hecho deprimente y tanta degradación, en ocasiones no retrocede ni se repite, avanza. Tomemos nota de lo que la hace avanzar.
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