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La conjura y los necios

11/09/2022
 Actualizado a 11/09/2022
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Comenzó con una típica conseja de viejos –para inviernos fríos los de antes– y con los avisos desatendidos de agricultores que anotaban el anticipo de la floración año a año o usaban cada vez más gotas de agua en los kibutz israelíes, allí donde se cuentan una a una para sacar adelante los cultivos. Pero ya ha llegado al extremo de ahogar este verano en sofocos, sequía e incendios y a dejar cada año un reguero de calamidades in crescendo. Hablo del mayor reto que tiene entre manos el ser humano, porque implica su supervivencia. No la del planeta, la nuestra: la del clima que permite nuestra vida en él.

Sin embargo retrocedemos, porque la primera de las reacciones a un trauma es la negación. Por eso damos cancha a los negacionistas. ¿Se imaginan una reunión científica sobre, pongamos geoposicionamiento, con un terraplanista como invitado? ¿Una de antropología con un creacionista? Invitamos a grotescos bocazas a participar en debates como si su opinión importara o sirviera para algo, aparte de estorbar y enturbiar. Son tipos que hablan de conspiraciones y del ‘establishment’ de la ciencia comparándose a sí mismos con Galileo y para difundir sus sandeces utilizan artefactos y tecnologías que funcionan gracias a aquello cuya existencia niegan. A uno puede no gustarle Velázquez o Mozart pero las leyes de la termodinámica no son un antojo de la personalidad.

Con todo, eso no es lo peor. Lo peor de largo son quienes pretenden convencernos de que es un asunto político, doctrina de partido, una opción ideológica. Cuestionan a la comunidad científica, las evidencias y el sentido común. Afirman que la ley de la gravedad es opcional dejándose caer en una poltrona. Triunfan los políticos que dicen lo que queremos oír: no hay problema, es «fundamentalismo climático», los ajustes son decisiones de otros gobiernos. Algo une a terraplanistas, creacionistas o buscadores del Grial: son ignorantes o aprovechados. O ambas cosas. Buscan réditos personales y, a veces, acaban por ser cómplices de crímenes. Lo son ahora, ya mismo, por los millones de personas que cada año mueren y, sobre todo, por nuestros hijos y los suyos –¿cuántas generaciones quedan?– que no podrán echarles en cara su desvergüenza.

Somos olvidadizos y conformistas. Después de este tórrido verano y metidos aún en esta sequía (pertinaz, por supuesto) no es difícil asentir a la necesidad de combatir el cambio climático, siquiera reconocerlo como tal. Será más complicado prestarle atención cuando comience a llover, cuando el invierno o un nuevo y benigno verano, por causa de la no linealidad de muchos efectos naturales, nos conceda temperaturas proclives a alentar la amnesia. Las medidas que se empiezan a adoptar, tan tarde y timoratamente, puede que nos recuerden que tendremos que ser más exigentes, ir más allá con renuncias y moderaciones. Algo así como lo que hicimos en los primeros meses de pandemia pero para luchar contra una amenaza mucho más grande y decisiva.
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