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La ciudad invisible (a Calvino)

15/11/2020
 Actualizado a 15/11/2020
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La ciudad conjura su afeamiento repitiéndose lo hermosa que llegó a ser. Pero esa afirmación carece de fundamento y se trata más bien de una alucinación construida de ansiedades, el lenitivo para un presente anodino y un futuro gris. Sucede en otras ciudades; una de ellas existe y la otra se yergue en la imaginación de sus habitantes, que pretenden infundirla en la mente de quienes la visitan, gentes que juzgan de retentiva ingrata, divergente parecer. Ambas, la real y la incorpórea, se han construido con urbanismos contradictorios, pero la segunda resiste mejor la agresión del tiempo, pues una vez labrada excluye cualquier adición o variante, incluso mejoras por evidentes que se supongan. Nadie sostiene la mirada fija de una quimera.

No extraña que una de ellas siempre esté habitada por los mismos vecinos, espectros y criaturas que nunca existieron salvo en forma broncínea, mientras la otra se despuebla o sus generaciones se relevan dejando apenas huella en aquella ciudad ficticia. Nunca anidan en las fábulas seres de carne y hueso.

Aunque en confianza sus pobladores reconozcan el cúmulo de simulacros que cimienta los muros de la ciudad de sombras, no por ello cesan de encumbrarla, tal parece que la ciudad real no les importase, según evidencia el juicio de viajeros que nada han logrado saber de ella pese a haberla recorrido con afanes. Para muchos, la ciudad espectral ha vertido veneno en sus oídos.

Se tienen por refrendo de la ilusoria trazos y testimonios de la ciudad vieja, pero incluso esta se desvanece en cuanto la bruma toma el mando. Y la ciudad nueva es fea. Los contornos de la ciudad lo son. La mayoría de las calles, plazas, edificios y barrios participan de una fealdad que se juzga el sino de los tiempos, una especie de maldición de lo material. Por dispares que sean los emplazamientos, la ciudad se purga con menciones y conmemoración de aquel ensueño en cada calle, plaza, edifico, barrio. Por doquier se hace ostentación de la ciudad invisible. Aunque cuanto más se edifica esta, menos se atiende la auténtica: nada ha de ensombrecer el fulgor de aquella metrópoli de ángeles y caballeros que exime de toda responsabilidad; la herencia de un milagro original que nadie redimirá.

Quienes elaboran porfiados panegíricos de la ciudad inexistente (y demediada, y rampante) insisten en refrendarla gracias a lugares distinguidos, construcciones excepcionales que, en efecto, posee. Eluden calificarlos como excepciones a una regla que no admiten. Sucede así también en las tierras de las que la ciudad postiza fuera capital. Su elogio se beneficia de la misma suspensión de la incredulidad que beneficia a aquella. Escenas bucólicas o bélicas, mitos y consejas, edenes y olimpos levantan el telón de una más profusa y dilatada apología de aquel sueño. Todo parece poco para no despertar. Algunos días, la ciudad invisible encubre todo y, entonces, la ciudad está perdida.
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