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Gonzalo Rodríguez Martín-Granizo, leonés y almirante

10/07/2016
 Actualizado a 19/09/2019
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Aquella mañana del 16 de diciembre de 1992 hacía frío en León. Era miércoles. La ciudad, en esas primeras y silenciosas horas de una jornada prenavideña, aún dormía. Como el día anterior y como el otro. Muy poco era el movimiento de gente y de coches que se veía por el centro de la capital –los funcionarios y los empleados de banca ya estaban en sus puestos de trabajo– y, sin embargo, la noticia comenzó a propagarse como si se tratara de un vendaval en bucle. El almirante leonés, el Jemad Gonzalo Rodríguez Martín-Granizo, había fallecido a las 4 de la madrugada en el Hospital del Aire, en Madrid. Tenía sesenta y cuatro años y dejaba tras de sí una de las carreras militares más brillantes y reconocidas en el territorio español, en Europa y hasta en el mundo entero.

Superadas las honras fúnebres en la capital de la nación en la mañana del jueves, el féretro con el cuerpo sin vida del almirante llegaba al cementerio de León sobre las tres y media de la tarde para recibir sepultura en el panteón familiar. Antes, siguiendo la costumbre católica, se rezaría un responso en la capilla del camposanto de San Froilán, como preludio a la despedida definitiva del insigne marino leonés. La tumba, una vez depositados sus restos, quedaría tan cuajada de ramos y coronas, de verde y de cintas, que no dejaba ver ni un centímetro de la piedra que le cobijaría para siempre. Allí quedaban, para la eternidad, los sueños y los desvelos de uno de los leoneses más ilustres y destacados de toda la historia. De un hombre irrepetible. De una persona excepcional.

Gonzalo vivió y murió como un marinero bendecido y sin retorno –esa fue su máxima y su aspiración desde niño–, aunque en su juventud rotunda, en su plena sazón, podría haber sido un perfecto galán de cine si se lo hubiera propuesto. Físico y maneras tenía para ello. Alto y con unos ojos de un azul purificado y líquido, jamás pasaba desapercibido allá donde se encontrara. Como tampoco su sonrisa. Pero su vocación era otra muy distinta. Totalmente opuesta. Sus sueños se mecían, como diría Rafael Alberti, en la mar. Esa misma mar inalterable que, cual mujer de alma infinita y aroma y mirada hipnotizante, le había enamorado desde que vistiera pantalón corto y calzara sandalias.

A Gonzalo Rodríguez Martín-Granizo, leonés confeso por los cuatro costados, le nacieron un 25 de febrero de 1928 en ‘Casa Goyo’, ese rancio y peculiar edificio de ennoblecidas formas que, impertérrito ante el tiempo y sus circunstancias enmarcadas, se asoma –abrazado por la avenida del Padre Isla y la calle Ramón y Cajal– a la plaza de Santo Domingo. Luego, el futuro marino viviría su primera juventud en el edificio de enfrente, en ‘Casa Roldán’, con entrada por la calle Legión VII, donde Gonzalo Rodríguez –coronel de Infantería– y Licinia, sus padres, fijarían su residencia definitiva. Tres hermanos más, Elisa, Toño y Chelo conformarían el resto de la familia.

El por entonces, por los años treinta, muy celebrado colegio de los Agustinos, acogía en sus aulas al hijo del militar y de Licinia con el fin de llevar a cabo la primera formación del incipiente soldado de olas y salitres. El chico, inteligente, trabajador y muy capaz, concluiría el bachillerato, en 1945, con el número uno. Ya apuntaba alto en esa época el muchacho de los ojos azules. Un año más tarde, con dieciocho cumplidos, ingresaría en la Armada. De aquella decisión feliz, personal e irrebatible, hace ahora, exactamente, siete décadas, setenta años en que un español de tierra adentro y ensoñados altos vuelos se hizo a la mar.

Uno de los profesores del colegio agustiniano, el padre Herminio Negral –quien, con buena salud, ya roza los cien años de vida– pronto se percató de las cualidades de Gonzalo. De las cualidades académicas y humanas en perfecta comunión y sintonía. Si más que destacado era en el estudio, en asimilar del tirón las diferentes materias que se le impartían, no se retrasaba ni un ápice en las relaciones personales con los demás. Ahí, también, lograba siempre la matrícula de honor; la máxima calificación. Para el religioso agustino –que mantiene a día de hoy una especial devoción por la memoria inmortal de Gonzalo– fue un ejemplo a seguir para el resto de los alumnos.

Pasan unos años –tampoco muchos– y conoce a la que sería la mujer de su vida, a la gallega Eva Garat, la madre de sus trece hijos, la compañera infatigable y comprensiva que, junto a él, uniría la piedra angular de una gran y amplia familia. Siguiendo la tradición marinera, uno de sus hijos, Juan, ya ha alcanzado el grado de almirante. Otros dos también están en la Armada, y las hijas, casadas con hombres afectos a la mar, dimensionan, en mayor medida si cabe, la vocación que en su padre fue bandera, ilusión y lealtad a unos principios tan sagrados como la propia vida.

Y otro de los aspectos que adornaban a Gonzalo era el buen humor. La campechanía. La sencillez y el saber estar en cualquier ambiente en que se moviera. Nunca se jactó de su privilegiada condición, y por ello –y otras muchas razones, naturalmente– era un hombre querido y respetado. Una prueba a mayores de su talante, quizá de su particular flema, fue cuando desempeñó el cargo de gobernador general en Guinea Ecuatorial. En ese tiempo nace una de sus hijas y el resto de los hermanos, al verla, se sorprenden. Tenían una idea preconcebida en cuanto a cómo sería la niña. Si había nacido en esas tierras, tendría que ser… ¡negrita! y era blanca. Tan blanca como ellos. Cuando tocó pensar en qué nombre se le impondría en la pila bautismal para cristianizarla, no hubo la menor duda en Gonzalo y Eva; al contrario. Se llamaría Blanca. Y así quedó inscrita en el libro correspondiente. Los hermanos ya sabían a qué atenerse. La niña era ¡Blanca!

Un ejemplo más de su franqueza y afabilidad se extendía por León, por la zona donde había vivido de niño, cuando viajaba a la capital leonesa con el único objetivo de visitar a Licinia, su madre, por la que sentía una devoción sin límites y un amor infinito. Regresaba a ‘Casa Roldán’ y, con ello, a sus orígenes y recuerdos leoneses. Es verdad que, por sus ocupaciones, veía a su madre menos de lo que quería, pero procuraba ganarle tiempo al tiempo y gozar de su compañía y de sus besos. De manera que llegado a León –habitualmente en fin de semana–, le dedicaba, asimismo, unos minutos al esparcimiento por la zona del Ayuntamiento. Gustaba de alternar con su ‘gente’ de toda la vida por ‘El Principal’, ‘Los Pelayos’, ‘San Marcelo’… donde era uno más. Otro parroquiano. Nunca, en ningún momento y bajo ningún concepto, el almirante, sino el leonés que, con su formacióny experiencia,había conquistado los mares y los océanos.

Su amor por León se extendió a Alija del Infantado, un pueblo situado al sur de la provincia leonesa de apenas setecientos habitantes y con profundas raíces marineras. Debido a que más de treinta vecinos de la localidad vistieron –o visten– el uniforme de la Armada, el 4 de noviembre de 1991, Alija fue nombrada ‘Puerto de Mar’ por un día, cuyo acto presidió el propio almirante leonés. El reconocimiento se perpetuó con la donación al pueblo de un ancla que perteneciera al crucero ‘Canarias’, que, con toda solemnidad, quedó instalado en la bautizada como Plaza de la Marina.
A estas alturas, y después de casi veinticinco años de la muerte de Gonzalo Rodríguez Martín-Granizo, huelga subrayar su extensísima y rica biografía profesional. Está reflejada en muchos sitios y no aporta, ahora, más que fríos datos encadenados. Y el almirante era otra cosa. Un leonés bueno y de orden, que llevó a su tierra de origen, muy pegada a él, por todo el mundo; que fue espejo y guía de su familia, ejemplo y excelencia de cuantos le conocieron y, en definitiva, un hombre extraordinario en todos los peldaños de la vida. Gonzalo Rodríguez Martín-Granizo, siempre en el recuerdo. Indefectiblemente siempre.
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