Lo voy a intentar, aunque me llene las madreñas y los escarpines de barro. Todo comenzó al adquirir un viejo, viejísimo pergamino –un título de curador, doblado en seis partes– en el que, allí, escritos en la piel reseca de su portada, se podían leer una fecha («24 de abril de el año de 1467») y varios nombres atrayentes para mi inquieta mirada histórica/cultural: don Velasco Pérez de Quiñones, Gonzalo Ramírez (sin ‘don’ alguno), Sta. Eugenia («del lugar de Alcedo») y Gordón. Del interior del pergamino mejor inicio y termino de hablar (de ello) con un sonoro y corto piropo que no llega a ninguna parte: bonitas letras y firmas, correspondientes al siglo XV.
El rey Alfonso XI, El Justiciero –rey de Castilla y de León, entre los años 1312 y 1350–, nació en Salamanca en el año 1311. Siendo todavía un niño, él fue ‘el culpable’ de que una familia ‘de bien’, con proyección de un futuro más que prometedor, pudiera ir por la vida con la cabeza alta y los bolsillos repletos de maravedís, al regalarle, hacia 1320, uno de aquellos pomposos títulos de la muy alta sociedad de la época, al que llamaron Señorío de Alcedo.
El primer favorecido fue el hijo de Pedro Álvarez de Quiñones y de Violante Ponce de León: Ares Pérez de Quiñones, señor también de la casa de Sena de Luna y de la Torre de Rabanal. El segundo afortunado, por herencia consanguínea, fue Suer Pérez de Quiñones, hijo de Ares y de Teresa López de Mendoza, y el III señor de Alcedo (y me detengo para no aburrir a las piedras) tenía por nombre Velasco Pérez de Quiñones, hijo de Suer y de Mencía Alfonso de Valdés (señora de Cerredo y Degaña).
El tal don Velasco Pérez de Quiñones, además del título de III señor de Alcedo, disponía de otros rimbombantes nombramientos en el interior de su zurrón para que la tinta del tintero que habría de escribir su biografía se agotara más pronto que tarde. Que se sepa, don Velasco Pérez de Quiñones, III señor de Alcedo, era, además, devisero del monte y río de Crespín; señor de la Casa Valles de Riazo y Coladilla, Villa de Frades, Cerredo, Gaña y Villa Simpliz, y señor de (¡atención!) Gordón (con epicentro en lo que hoy es La Pola de Gordón), donde habitaba. Datos reveladores, de gran importancia para facilitar el desenredo de la madeja que tenía entre manos.
El próximo objetivo, no había duda alguna por mi parte, lo encontraría en el pueblecito Alcedo de Alba. Y allá me fui.
Leonardo –el alcalde pedáneo– me facilitó la llave de la iglesia y José Enrique Cabero acompañó mis pasos y vació sus interesantes conocimientos para satisfacer los míos. Lo que yo vi, sentí, respiré y descubrí en aquella iglesia fue una parte de la historia de una comarca, un tanto –lo confieso– desconocida para mí. Ahora bien, lo más importante de aquel momento fue haber conseguido confirmar otros dos datos claves de mi viejo pergamino: Alcedo (el lugar) y Sta. Eugenia (iglesia e imagen a la que veneran los habitantes del pueblo el tercer sábado del mes de septiembre).
Y ya que fui, aproveché para retener en mi retina tres imágenes ajenas al bendito boato que conlleva toda religiosidad, salpicada a golpe de agua bendita y aromatizada con el humo del incienso más volátil: un escudo en piedra policromada (70 cm x 50 cm) y dos lápidas ancladas a las paredes blancas como si fueran, aquellas, las luces de unas luciérnagas que, en la noche, imploran la atención a las sombras.
Decir del escudo que sus armas corresponden a las familias Vallecillo (cuarteles 1 y 4: cinco estrellas de oro y 8 puntas, puestas en sotuer y en campo de azur, donde descansa una luna menguante de plata sobre la del medio) y Quiñones (cuarteles 2 y 3: jaquelado de 15 piezas, ocho de gules y siete castillos veros de azul y plata). O, lo que es lo mismo, el escudo correspondiente a los fundadores de la capilla mayor de la iglesia de Santa Eugenia de Alcedo de Alba: Hernando de Vallecillo (quinto abuelo de Diego de Quiñones, procedente, al parecer, de Sahagún) y Leonor de Quiñones (V señora de Alcedo y de Villar de Frades). Los mismos, cuyos cuerpos descansan en esta iglesia y en la que, para general conocimiento, han dejado escritos sus deseos para «salvar sus almas» en una de las lápidas: la que se encuentra frente al altar. Esta (siglo XVI):
«…a sus propias expensas los nobles caballeros Hernando Va(llecillo y Leono)r de Quiñones, su mujer, señores de la Casa de Alcedo, do (...) res o al que fuere para siempre el prado que se dice del ejido en el (...) e el cual se ha obligado a decir por sus ánimas misa canta (...) o fiestas de Nuestra Señora de agosto y de septiembre y de la Purificación y de la Encarnación y de la Visitación y en todos los domingos del año, acabada la misa un responso cantado sobre sus sepulturas y dotaron más a la Compañía de los doce de Alba el prado de la Cabaña por que el día de San Jerónimo a las vísperas les digan una vigilia y el día siguiente doce misas las once rezadas y una cantada con sus responsos sobre sus sepulturas en esta capilla e iglesia; y si alguna misa de éstas dejaren de decir algún día por no venir todos, que las digan otro día y lleven sus pitanzas y el que no viniere que no lleve pitanza; y dejaron para retejar la dicha capilla la tierra de las cerezalas y prohibieron que estos prados y tierras no se pudiesen enajenar por ningún título y si lo contrario hicieren, que por el mismo fe(...) se vuelvan a sus herederos con los dichos cargos» (transcripción procedente del libro Nobiliario de la Montaña leonesa, de Juan José Sánchez Badiola).
Al salir de la iglesia de Santa Eugenia lo tenía claro: conocía los datos más significativos del pergamino, excepto, como era de esperar, la identidad de Gonzalo Ramírez (tal vez un niño, un adolescente, un hombre con discapacidad en actos jurídicos…), representado, eso sí, por el III señor de Alcedo, Velasco Pérez de Quiñones.
Y al salir de la iglesia… la panorámica que se ve desde allí es espectacular (foto superior): teniendo en primer término ese moral milenario, una parte del pueblo parece prolongarse por el valle hasta unirse con el pueblo de La Robla. Y a mi espalda –¡ay…!– sentía la presencia de la Peña del Asno muy cercana, pero no así otras alargadas sombras históricas que habrían de llevarnos hasta el Paleolítico, a través de la cueva de la Cantera, y a la época prerromana, con su castro –situado cerca y bajo la cueva–, origen de la Comarca de Alba. La cueva de la Cantera fue descubierta en el año 1922 por el investigador Julián Sanz Martínez, quien en sus primeras declaraciones informó sobre la aparición de una «gran cantidad de huesos humanos y de animales y punzones de asta y hueso», lo que parecía indicar la existencia de un «yacimiento magdaleniense». Tras el consiguiente expolio, de unos, de otros y de los de más allá, se pudieron rescatar 123 útiles, depositados hoy en el Museo de León. La cueva de la Cantera fue destruida, casi en su totalidad por la empresa que explotaba las piedras y los áridos. De hecho, tan solo quedan dos galerías de muy difícil acceso.
Volviendo a la realidad, mi interés entonces era dar una vuelta por el pueblo para respirar el aire frente al palacio que tenían los señores de Alcedo. Y José Enrique –el vecino amable que me acompañó desde un principio– me guio de tal forma que pude rodear con los ojos y con mi imaginación la grandeza de lo que fue y lo poco que queda de él.
En la soledad de mi estudio, intenté con más calma complementar la información que había recogido, in situ, del conjunto palaciego de Alcedo de Alba. Y la satisfacción de mi curiosidad la encontré en el famoso texto escrito del Catastro de Ensenada (de 1753). Dice así: casa con habitación alta y baja que en la alta tiene seis cuartos, por lo bajo panera y horno, cocina y un pedazo de corral. Tiene frente dicha casa de largo sesenta pies, en fondo cuarenta; de alto veinte. Linda por el oriente que es donde tiene la puerta principal, calle Real; mediodía casa de Juan de la Flecha; poniente y norte, ejido. Baldría en renta casa y corral cincuenta reales. Era suficiente.
Alcedo de Alba, agazapado en sus silencios, me sorprendió con su larga, larguísima historia. Y con ella, una vez más, volví a sentir la grandeza que posee este León nuestro, tan abandonado como desconocido.