"Lo curioso es que todos los chiflados se me presentan"

Hace ya más de diez años desde que Tsvetan, el mimo minero, convirtió la calle en su lugar de trabajo

Camino Díez Llamazares
12/07/2023
 Actualizado a 12/07/2023
Tsvetan permanece de pie sobre su pedestal, pica y antorcha en mano, ante el tránsito de la Calle Ancha. | L.N.C.
Tsvetan permanece de pie sobre su pedestal, pica y antorcha en mano, ante el tránsito de la Calle Ancha. | L.N.C.
Casco, una pala, tres picas y una antorcha. Poco más le hace falta para componer su atuendo de minero. Un bote negruzco de falso mimbre y un cajón sobre el que levantarse de pie, completa y constantemente quieto, parecen querer gritar: «¡Gajes del oficio!». Este, un especial minero que no baja a la mina, un hombre -recto en posición- de rostro sin expresión, es un mimo que no pasa desapercibido. Uno que no necesita de mucho para interpretar su papel. En su pedestal, que erige su cabeza por encima de la de los transeúntes, lleva una bandera asturiana. La figura que representa tiene por inspiración una del Museo de Mieres, según dice. Y muchos lo conocerán. Muchos sabrán de quién se trata al ver su imagen, pero pocos podrán imaginarse que este mimo, de bandera asturiana y aspecto minero, nació a más de tres mil kilómetros de distancia.

Cuenta que aquí le llaman Checho. «Checho o José». El suyo es un nombre prácticamente impronunciable en castellano. «Es un sonido que aquí no existe». Es un sonido que ha aterrizado en un vuelo directo desde Bulgaria. Como Tsvetan.

– Vine hace veinticinco años en una competición de parapente en Hierro, en las Canarias – suelta. – Ahí conocí a una chica y, bueno, el niño tiene doce años ya.

Habla bien español y entiende perfectamente. Pero su aspecto, de rostro ennegrecido por el carbón simulado que mancha su dermis de minero, no puede descuadrar más con ese acento búlgaro que cambia de orden las palabras y confunde, a veces, las preposiciones.

– Y gané el premio más gordo – continúa sobre aquel campeonato.

– ¿Sí? ¿Qué premio? – ¿Será este hombre un deportista de élite que decidió dejarlo todo para descubrir que su pasión es esto de ser mimo?

– Sí, a mi mujer y mi hijo – la respuesta sorprende. Sorprende por el tono que utiliza para dejar salir esas palabras de su boca, que suenan suave. Son aterciopeladas en ese gesto suyo que tiene por protagonista una sonrisilla tímida.

Tsvetan no habla sólo con su voz. Sabe que no tiene por qué responder siempre con palabras. Quizá su espíritu de trotamundos haya conseguido que este mimo minero tenga la capacidad de comunicarse sólo a través de una mirada, un leve movimiento de cabeza o una sutil mueca. Quizá el suyo sea ya un lenguaje universal. Aun así, en sus ratos libres en Madrid, donde vive su familia, aprovecha para estudiar idiomas.– Hablo español, búlgaro, ruso, inglés, un poco de francés, algo de coreano bastante bien – no se prevé final en esa lista que va mencionando. Y mira con unos ojos búlgaros de azul intenso mientras piensa en si se le ha quedado algún idioma en el tintero. – Y me apaño en árabe – acaba diciendo.Está sentado mientras bebe café de un color marrón oscuro que casi se parece al de su cara, ya pintada. Quien pasea le mira y él permanece inmune, mirando su móvil y fumando un cigarro tras otro. Inmune también cuando confiesa que habla un total de siete lenguas. Como si no fuese una hazaña, como si fuese lo habitual. Como si no sonara a la mentira más gorda que ha dicho alguien alguna vez. Su actitud segura y su media sonrisa confunden. Tampoco es que Tsvetan deje de sonreír en ningún momento. Sonríe incluso cuando sus labios están ocupados sujetando uno de los varios pitillos que le da tiempo a meterse en la boca mientras se desarrolla la particular charleta.– Me gusta León y, cada dos por tres, caigo por aquí – dice. – La gente es muy guapa y muy generosa. – ¿Querrá decir «maja»? – Le gusta al bote también.– ¿Le gusta al bote?– Yo lo consulto con el bote – responde y espera un gesto que demuestre comprensión. – Hay sitios que me gustan a mí, pero el bote no suena – ¡Claro! Se refiere al dinero. – ¿Cuánto puedes llegar a ganar?– Hombre, no hay dos fiestas que sean iguales – arranca sincero. – Moviéndome bien y, si cruzo el charco, ciento veinte, ciento treinta mil se gana.¿Ciento treinta mil euros? ¿Ciento treinta mil euros al año? Porque al mes no puede ser, ¿no? Este hombre, sentado en esta terraza mientras bebe paciente un café y fuma tabaco como cualquiera, con la cara pintada de negro y un carro lleno de la indumentaria que integra su atuendo de mimo minero, ¿puede ganar más de diez mil euros al mes? Tiene que ser mentira. O puede ser un error fruto de su acento búlgaro o que su pronunciación numérica no sea tan rica en español y que se haya equivocado. O que haya provocado la confusión en una servidora que ha escuchado mal. Da lo mismo. De nuevo, ni se inmuta. Y sigue hablando.– Lo que más hago es la fiesta en Acapulco – y añade que después se va a Miami. – Diciembre, enero y febrero en Acapulco es la temporada alta – y, como quien pasa el verano en su pueblo y el invierno en la ciudad o como los afortunados que disfrutan de la temporada estival en su casita de la playa para después regresar a su hogar en el interior, Tsvetan va de un lado al otro del Atlántico según la estación.– Yo hago dos veranos: uno aquí y otro en otro hemisferio.– ¿Entonces vives constantemente en verano?– Bueno, más o menos – su rostro demuestra que no se había parado a pensarlo nunca. – En verano y en primavera – corrige quisquilloso.Eso hace; ir de un hemisferio a otro según indique el bote. Buscando siempre el lugar y el momento que haga que suene más fuerte. Que haga que las monedas retumben como si el cuenco fuera un sonajero. Esa es la vida de un mimo salido de la oscuridad de la mina para vivir en la claridad de los veranos. Aunque no siempre hace de minero.– Tengo un Astérix – lo dice como si hablara de cromos. – ¿Astérix se llama, no? – Sólo le hace falta un leve asentimiento para seguir. – Astérix – repite sonriente por su acierto. – Tengo un pescador malagueño – aunque suena «malaguino», cortesía de su acento. – Y, bueno, además salgo con títeres y con marionetas y, en ocasiones, hago algo de ilusionismo.Escoger uno u otro depende de los gustos de los lugareños y Tsvetan es un experto conocedor de sus preferencias.– Ahí, en América, por ejemplo, a los yanquis no les gusta la estatua – se refiere a su faceta de minero; – no la entienden y no se gana mucho, pero con cualquier cosa con baile o con música sí se gana dinero – y podría hacer un exhaustivo estudio sociológico con sus descubrimientos. – Tengo dos muñecos grandes, uno negro y otro amarillo, que están conectados con alambre en todas las articulaciones y bailamos sincronizados – continúa. – Pero eso va en México o en Montecarlo, por ejemplo. Aquí, en España, no se aprecia mucho. Aquí – dice con cara negra y una melena al viento liberada del casco de minero que suele vestir, – a esto no hay disfraz que lo gane. Pero sí que hay algo que tienen en común todos los países que visita Tsvetan.– Lo curioso es que voy a una ciudad nueva y todos los chiflados, en los primeros quince minutos, se me presentan – abre los ojos describiendo la coincidencia interestatal. – Pero todos. Una ráfaga de viento tira su paquete de tabaco al suelo, pero ha sido previsor: sus gafas reposan con las patillas abiertas alrededor de un servilletero y las lentes dejan ver en grande la frase «gracias por su visita» como si la ciudad le diese así la bienvenida a este artista callejero. Aunque eso de «artista» a Tsvetan parece chirriarle en los oídos.

– Bueno, artista no sé – opina humilde. – Yo soy trabajador de la calle – y sólo se oye el viento unos instantes, mientras el silencio se hace entre los dos, hasta que él esboza una sonrisa sin dejar claro si entiende la otra posible interpretación de sus palabras.

Lo cierto es que convirtió la calle en su oficina hace ya más de diez años.

– A la calle salí por necesidad – recuerda. – Después ha resultado que se me da bien y sigo con eso.

No tiene que ser fácil pasar tanto tiempo lejos de casa. Él luce afligido al comentárselo y su mirada lo corrobora. Tampoco puede resultar demasiado sencillo estar las cinco, seis o, incluso, ocho horas al día que Tsvetan permanece estático, en mitad de una travesía cualquiera, tapado hasta las cejas, sin refugio para el calor ni para el frío y soportando, alguna que otra vez, las chifladuras de aquellos chiflados que dice conocer.

– Bueno, si lo pudiera hacer cualquiera yo me moriría de hambre.

Es verdad. Aunque el oficio puede sonar suculento dado su altísimo rendimiento económico. Tan alto que habrá quien se plantee cambiar de trabajo, pero para eso hay que estar hecho de otra pasta. De la que está hecho Tsvetan no parece que la vendan en ningún supermercado. Búlgaro graduado como ingeniero electrónico por la Universidad de Oslo.

– Era la única manera de trabajar en Europa – comenta del traslado.

Payaso noctámbulo en época universitaria. Que no habrá quien se salve de hacer el payaso en las noches universitarias, pero la mayoría lo hacen gratis y Tsvetan trabajaba en discotecas de Oslo como animador de nariz rojiza para pagar sus estudios. Un payaso con una peculiar afición: el parapente.

– Los últimos dos años empecé a hacer windsurf – También. ¿No hay hobbies menos extraordinarios, Tsvetan?

Pero es que nada de ordinario tiene la vida de este hombre. Es tan poco habitual que escucharle es dar un paseo por la acera que separa la ficción de la realidad. No saber si lo que cuenta es eso, un cuento, o si es la historia de vida más espectacular que uno pueda encontrarse por esta pequeña ciudad. Que los países que menciona no sean de distintos hemisferios no es relevante. Que no quede certeza de que verdaderamente viva sólo en verano y en primavera da igual. Pedir una demostración de su amplio conocimiento de idiomas no tiene ningún sentido. Es mejor así, que su historia quede en el aire. Esperar a que regrese con los brazos abiertos y mirarle hacer. O no hacer, porque puede que el suyo sea el único oficio en el que hacerlo bien signifique no moverse ni un centímetro. Y que sus ingresos anuales no sirvan de aliciente para que los agarrados al bolsillo no suelten un triste céntimo.

¡Y échenle una monedita a este genio, señores! Que él les responderá con una sonrisa de carbón, sujetando su antorcha con cuidado de no quemarles y esperando paciente a que termine su jornada para quitarse la pintura y, con el rostro lavado, regresar al fin con su familia.
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