«En mis tiempos comíamos hasta las latas en las que venían las sardinas». Lo decía con esa gracia que contaba todo Vicente el de La Uña, al que llamaban Chapolines, y que dio el salto de furtivo a guarda mayor con la misma naturalidad que lo explicaba. «El día que tomé posesión me dijeron si quería decir unas palabras y acepté. ‘Voy a ser muy breve pues esto se explica fácil: Hasta ahora corríais vosotros detrás de mí y a partir de hoy va a ser al revés, voy a correr yo detrás de vosotros».
Cuando Vicente decía que «comíamos hasta las latas» se le dibujaban en la cara las comillas que llevaba la frase; y es que llevaba en la mano una lata de sardinas de aquellas de kilo en la que, sin la tapa, llevaba el grano que iba echando a las gallinas mientras las amenazaba: «Como mañana no haya una docena de huevos en ‘el nial’ vais a cenar los maderos de la Cruz de Cristo». Y es que eran tiempos de reciclaje de resistencia y las latas de sardinas eran comederos o bebederos; las de Cola Cao eran caja de hilos, agujas, botones y dedales; a los botes iban a parar los lapiceros... y en todos estos recuerdos lo que el coleccionista busca es un viaje en el tiempo en el que mirando el lema del bote —el alimento de la juventud— lo convierte en el elixir de esa eterna juventud de coches de latón, peonzas bailadas con cuerdas que cuidaban como si fueran hilos de oro... y hasta aparece en el fondo la voz d aquellas madres con frases de madre: «¿Qué pasa, no tienes casa? O entras ya o no cenas». «¿Hay Cola Cao?». «Hay comida».
Y, sin darte cuenta, te descubres silbando aquello de «es el Cola Cao desayuno y merienda ideal» e, incluso, esa otra canción que hoy provocaría debate: «Yo soy aquel negrito del África Tropical, que cultivando cantaba la canción del Cola Cao».
Qué tiempos. Quién los pudiera comprar.
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