Muchas veces nos da un ataque de nostalgia, un viaje en busca del tiempo perdido, y vamos atrapando objetos que nos lo recuerdan, que nos transportan a aquellos días de bota y carro, de palangana y flores, de domingos de juegos de bolos y de amaneceres de guadaña... aquel tiempo pudo ser más duro, y lo fue, pero también éramos más duros nosotros, insultantemente jóvenes y borrando los sudores les llamamos tiempos felices.
Y te sientas abstraído a mirar la vieja y pesada bicicleta, de piñón y catalina, dinamo y frenos contra la pared, que si se la das a los ciclistas de hoy sería extraño que coronaran esos puertos de carreteras asfaltadas a los que ascienden a velocidades de auténticas motos.
El tiempo no lo atrapas, se escapa entre las manos, pero lo revives en una burbuja y hasta juegas a perpetuarlo dejando colgada en una punta la fardela del pan, para que el panadero pose en ella la barra (aunque lo suyo sería la hogaza) y ya le pagarás cuando sea, como toda la vida de dios, que decían los clásicos y no parece que sea necesario cambiarlo en virtud de la laicidad.
Y así, cuando desde el corredor escuches que algún visitante pregunte que para qué será esa bolsa sabrás que estás ante un urbanita, un joven o cualquier especie que desconoce la existencia de las fardelas.