Sara aparta la esquina de la cortina que ella misma hizo y, a la vez que le entra la luz para coser, el hueco abierto le permite ver pasar a los vecinos por la calle, musitar hacia dónde van, de dónde regresan y preguntarse qué será de aquellos parientes del caminante que un día se fueron o de los hijos que marcharon a estudiar y deben estar trabajando en el extranjero.
Y mientras tanto, sin necesidad de mirar pues ya va tejiendo de memoria, sigue creciendo poco a poco un mantel, pequeño o grande; un jersey, para alguno de los nietos; un gorro, para quien lo necesite o para que se los lleven a los presos.
Si nadie pasa, reza el rosario, «que mal no hará».
Sara se acostumbró a estar siempre haciendo algo en sus noventa años de vida: criando a los hijos, en las labores del campo, unciendo las vacas, prendiendo la cocina al amanecer, echando unos palos al oscurecer para irse a la cama... y no sabe estar sin hacer nada y entretiene sus recuerdos siguiendo cada amanecer prendiendo la cocina de leña, cocinando en ella, paseando para no agarrotarse, ayudando en algo y hablando un rato por teléfono con los hijos repartidos de norte a sur. Se emociona cuando uno de ellos le enseña en un libro el Land Rover de casa, aquel que traía Marcos por los montes, el marido al que cuidó en sus últimos años con una fuerza impropia de su cuerpo menudo.
Verla hace pensar que el alma también empuja.
Sara tiene la agradable conversación de las mujeres que han vivido mucho y luchado más. Y se agradece, además, que en esa charla alimentada de vida nunca hay lugar para la maledicencia, mientras sigue tejiendo por el hueco de luz, de vida ejemplar.
Sara tiene en los ojos la luz de la dulzura.
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