La vida en esa burbuja ajena al tiempo que es una corrida de toros discurre como una sucesión de gestos, ritos, personajes y costumbres viejas.
Llegan desde su hotel por el pasillo que conduce a la capilla. Se santiguan una y diez veces entre el matador y su cuadrilla, se miran igual que siempre como si fuera la primera vez, se calan la montera como si pudiera entrar un centímetro más, miran al cielo como si pidieran algo o quisieran saber si lloverá, se besan los que son amigos, se miran los que son rivales, hacen como que conocen a unos personajes que se abren camino a codazos para hacerse una foto, las jóvenes que buscan otra foto no necesitan los codazos, les abren paso con una sonrisa cómplice que parece una orden de hacer pasillo...
Suena el himno sin letra, curiosamente algunos saben las inexistentes estrofas y hasta la cantan sobre el coro que tararea, cada cual en su sitio, se abre el portón y se asoma la verdad.
La verdad de los ritos. También de los areneros, monosabios y mozos.
Tal vez por ello muchos tuercen el gesto cuando aparece una máquina que será muy práctica pero rompe la magia de los que ya mostraron su contrariedad cuando la música estaba enlatada mientras la banda de música callaba desorientada. Y musitan: «¿Qué vamos a sembrar patatas?»