El botijo, y su hermana viajera la bota, son dos verdaderas señas de identidad, que nos llevan a imágenes de la lucha contra la calorina, el alivio de los días más duros de trabajo... o también de ocio, que no aguantan los cazadores una mañana sin bota.
Tiene el botijo una imagen de orgullo, no te permite beber su agua si no levantas la cabeza, miras al cielo desafiando al sol y cuando lo bajas tienes que recitar el poema que exige su trago: «¡Qué fresca!».
Es el botijo una seña de solidaridad colectiva. Todos los segadores saben cuando caminan donde reposa al fresco el botijo de otro compañeros que sudan al ritmo que marcan las guadañas. Van a su sombra, beben su trago y siguen su camino, que cuando se vacíe no estará muy lejos una fuente de agua fresca que rellene y refresque.
¿Y los trabajos en los tejados? En pocos lugares golpea el sol de manera más inmisericorde, por eso allí tiene el botijo todo el sentido del mundo. Y todo el agradecimiento del obrero.
Tanto que no son pocos los que, como homenaje, en vez de colocar en el cumbrial esa teja de bello nombre que es el cantapájaros... sujetan allí un botijo que hace la misma función, silbar al viento, y se le agradecen los incuestionables servicios prestados.