Una vieja tradición de nuestros pueblos, de los tiempos en los que los abuelos morían en la cama pues la enfermedad más mortal era la vejez, era que cuando el anciano sentía que iba a morir –algo frecuente esto de ‘sentir’ la llegada de la parca– se quedaba en cama y llamaba al más joven de la casa, le daba la mano y le decía que no se la soltara pues le iba a «transmitir los saberes».
Y seguían cogidos de la mano hasta que el más joven sentía una especie de descarga eléctrica que precedía al frío final. Y he conocido a gente que asegura que desde aquel momento se han interesado por asuntos que no les habían llamado la atención antes e, incluso, hablan de personajes y hechos que jurarían no haber conocido antes.
La sabiduría casi nunca es totalmente propia. Puedes formarte, viajar, emprender, aprender... pero siempre habrá algo que te han transmitido en ese apretón final, incluso aunque no se haya producido pues tal vez el hecho físico solo era la foto final.
Por ello, se hace necesario ante cualquier reconocimiento mirar para el altar de los viejos saberes, de los antepasados que fueron llenando el granero de lo bien hecho. Que nadie llega a ser el mejor del mundo, a poner la mejor carne sobre un plato, si por sus venas no corre el apretón final en el que viajan los saberes de todos aquellos que con justicia llevas al altar.