Expolio en San Isidoro

En 1836 desaparecieron varias obras de arte de la Basílica de San Isidoro de León. Jean-Louis intentará saber qué obras fueron y por qué

Rubén G. Robles
30/07/2020
 Actualizado a 30/07/2020
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Capítulo III 
París
Francia


Cuando llegó de España a su apartamento de París Jean Louis quiso acercarse a todo aquel material de nombres, lugares, fechas... e iniciar la búsqueda de los restos de Enrique Gil y Carrasco, el diplomático y poeta español, escritor romántico, familiar de Marita, cuya misión en Prusia le era desconocida, como lo eran el lugar final de sus restos y el paradero de sus pertenencias, era un personaje enigmático, sin duda, para alguien como Jean Louis.

Enmanuelle Lacomte y Françoise Griboul, las dos mejores especialistas en Literatura Moderna y Comparada de la Sorbona aceptaron el reto de poner en orden las piezas de la vida de aquel ensayista, articulista, poeta, crítico literario, periodista y político en misión diplomática y que tanto fervor provocaba en Jean Louis. Era tan contagioso aquel entusiasmo después de sus vacaciones en España que aceptaron sin saber muy bien cuál sería su tarea. Se reunían en la terraza de Le bistrot des artistes o en la Brasserie Twickenham para intercambiar información.

–Con motivo de la desamortización el Estado español creó -comenzó a decir Françoise ojeando sus notas-, mediante una Real Orden de 13 de junio de 1836, las denominadas Comisiones de Monumentos, cuyos artículos 3 y 4 se refieren a los museos provinciales… Se permitía la intervención de las Academias de Nobles Artes de San Fernando y de la Historia en los procesos de selección de piezas.
–¿Quiénes las componían? –le preguntó Jean Louis.
–Dichas comisiones debían constituirse con individuos de las Academias, además de inspectores de Antigüedades, Arquitectos Provinciales y el Jefe de la Sección de Fomento. Su finalidad era y os leo: «la adquisición de objetos de Antigüedad y de arte dignos de figurar en el Museo Arqueológico Nacional». Las Comisiones tuvieron unos resultados satisfactorios, desarrollando una actividad frenética y consiguiendo un rápido incremento de los fondos. Hasta aquí lo que he podido averiguar de cómo se inició legalmente el proceso de búsqueda de obras de arte.
–En definitiva –dijo Emmanuelle-, un expolio en toda regla, certificado y con más de alevosía que de nocturnidad. Aunque con la legalidad como tapadera. Y un fin político, es evidente. En pleno momento de nacionalismos y construcción de los estados europeos el arte contribuyó a establecer y mantener vínculos con el pasado.
–Y ¿sabéis quién perteneció a una de estas comisiones? -Françoise se dejó lo mejor para el final.
–¡Voilà! Nuestro escritor Gil y Carrasco, que a través de su amistad con Espronceda, su fiel amigo y afamado poeta del momento, consiguió hacerse con un puesto en la comisión de la provincia.
–¡Genial! –dijo Jean Louis.
–He telefoneado a la directora del Museo Arqueológico Nacional de Madrid, Ana Palacios –continuó Emmanuelle.
–¿Y…? –preguntó Françoise.
–Me ha enviado varios archivos y en uno de ellos aparece escaneado un documento interesantísimo, un acta judicial donde se exime a nuestro protagonista de toda responsabilidad por la pérdida de varios objetos salidos del tesoro artístico del Panteón Real de San Isidoro, en la ciudad de León, donde estuvo Jean Louis poco antes de que las clases fueran a comenzar.

Jean Louis asintió.
–He hecho algunas indagaciones –dijo Emmanuelle-. Se trata de una pequeña localidad, situada en el Noroeste de España, a unos 300 km de Santiago de Compostela. Por cierto, la directora del Museo Arqueológico de Madrid me ha prometido que me enviaría un correo para identificar los que podrían ser los objetos desaparecidos. Puede que el viaje a Prusia de nuestro escritor no solo fuera una misión diplomática o política para restablecer las relaciones rotas con Prusia en 1836.

Jean Louis recordó entonces lo que Christ le había dicho en su despedida, que el viaje que iba a iniciar sería de enorme interés y no le iba a dejar indiferente. Abrió los ojos mientras bebía y pensó en la escena, los tres, en una noche fértil y llena de buenas sensaciones, disfrutando de los secretos no revelados aún de la vida de su escritor.

Jean Louis sabía reconocer una gran historia, una buena historia y ésta lo era. Lo mejor de ella era que tenía como protagonista a su escritor preferido, un romántico, un romántico del que muchos se habían olvidado por haber nacido en un rincón de la siempre ingrata Europa periférica y meridional.

Jean Louis sonreía por dentro, Françoise sabía reconocer aquella expresión sin apenas tensión muscular, como una Gioconda. Emmanuelle levantó la jarra ya casi vacía y propuso un brindis. Los tres estaban de acuerdo y sospechaban que algunos de los objetos perdidos no lo habían sido por casualidad. Se atrevía Jean Louis a figurarse más cosas.

Probablemente, aquellos objetos, habían desaparecido de su lugar de origen por encargo quizás. No sabía de quién habría sido el encargo. Sería interesante recibir de manos de la directora del M.A.N. español la lista de objetos salidos del Panteón Real de San Isidoro que no llegaron nunca a Madrid, tal vez estarían ahora en algún museo alemán, o peor, en algún almacén, junto a otras piezas consideradas como menores, o en manos de algún coleccionista privado de Berlín.

–¡Bravo! -dijo Jean Louis y comenzó a tararear una canción de Carmen de Bizet mientras tamborileaba sobre la mesa de madera con los dedos.
–Nosotras nos vamos –dijo Françoise.

Se miraron ambas pensando que había verdaderos motivos para estar satisfechos y vieron a Jean Louis feliz.

–Puede que alguno de los objetos tenga más trascendencia de lo que creemos. Nadie envía una misión diplomática con piezas de su patrimonio sin un objetivo muy concreto y sin esperar algún tipo de compensación. Nuestra misión es llegar a conocer el motivo.

Cuando salió a la calle enroscó la bufanda al cuello. La noche, al salir de Le bistrot des artistes, se había vuelto fría. Quizás volviera la tormenta. Caminaba hacia rue du Temple, la zona donde se suponía había estado la sede principal de la orden de los templarios en la ciudad de París.

Capítulo IV 
Hermann Feder
París
Francia


Christ y Marita habían compartido con Jean Louis algunos detalles de la vida de Enrique Gil y Carrasco y el relato de la ampolla de cristal y eso había animado al profesor francés a seguir los pasos del escritor romántico en su viaje a Berlín. A las pocas semanas de regresar de España Jean Louis recibió una llamada.

–Señor Lecomte –dijeron al otro lado de la línea.
–¿Sí?
–¿Sabe quién soy?
–No, lo siento.
–¿Y quiere saberlo?
–Quizás.
–Mi nombre es Hermann, Hermann Feder y me gustaría hablar con usted, trabajo para el señor Christ Halff.
–Ah, dígame –dijo sorprendido.
–¿Han encontrado algo? –preguntó Feder.
–Hemos encontrado algunas cosas. El viaje que realizó Enrique pudo ser diplomático, pero hemos descubierto que coincide con la pérdida de varias obras de arte del museo de una ciudad española, objetos que pertenecían al Panteón Real de San Isidoro de León y que desaparecieron durante los trabajos de una Comisión de Patrimonio. El trabajo de aquella Comisión contribuyó a la formación del Museo Arqueológico Nacional. Aquellos objetos, robados, o enviados como regalo al gobierno de Prusia, estuvieron hasta hace poco tiempo junto a los restos de nuestro escritor.
–¿Y a qué conclusión han llegado con los elementos de que disponen ahora mismo?
–Que el escritor y viajero romántico Enrique Gil y Carrasco pertenecía a la Comisión de Monumentos, que con su misión diplomática las autoridades españolas buscaban restablecer las relaciones entre Prusia y España y que quizás los objetos cumplieron una función que desconocemos.
–Bien, en un par de horas vaya al Bistrot des Artistes, rue des Anglais –le dijo Hermann.
–Lo conozco, allí estaré.

Jean Louis salió en dirección al Bistrot des artistes, estaba lloviendo. Había varios coches circulando y un grupo de amigos se despedía rápidamente a la puerta de un restaurante. El cielo de París se oscureció mientras la noche fue viniendo.

Donde se encuentran el Boulevard Saint-Germain con Rue Monge Jean Louis giró el rostro y vio a un hombre con abrigo oscuro saliendo de Twickenham. Se detuvo a encender un cigarrillo. A la luz de la primera bocanada vio su rostro redondeado, su cabeza cubierta de una gorra de lana, la oscuridad no le permitió ver más. Una cierta sensación fraternal le hizo sentir que podría ser como él por pasear bajo la lluvia. Estaba cerca del Bistrot des Artistes. Cuando llegó a Café Le Metro volvió a girarse, y vio de nuevo la silueta del hombre arrojando el cigarrillo al suelo. Cruzó para cambiar a rue Clovis, miró antes de entrar en la calle, y vio a una pareja junto a un clochard bebiendo. Oyó a un grupo de jóvenes salir del Lycée Henry IV. Recorrió la rue Monge de arriba a abajo con la mirada, el hombre había desaparecido. El suelo de la calle le devolvió una imagen de adoquines brillantes y comenzó de nuevo a llover.

Cuando llegó a la esquina rue de la Glacière con Boulevard de Auguste Blanqui el hombre del abrigo oscuro volvió a aparecer, se encontraba junto a uno de los pilares del puente de vías que recorre en altura el boulevard. Jean Louis se fue aproximando a él, el otro no se movió, algo en su interior le decía que no le ocurriría nada y que no tendría nada que temer.

–¿Monsieur Lecomte? -preguntó aquel hombre mientras apagaba el cigarrillo sobre uno de los pilares
–Sí, soy yo.
–Soy Hermann. Debemos irnos, acompáñeme.

Se escuchaba en la distancia el ruido de un coche atravesando a ciegas la oscuridad de la noche a gran velocidad. Ambos giraron la cabeza para verle alejarse. Parpadeaba intermitente la luz de la farola bajo la que se habían encontrado. A Jean Louis aquella luminiscencia intermitente le molestó.

El hombre encendió otro cigarrillo y arrojó el humo sobre la cabeza en sombras de Jean Louis. Volvió a meter una de sus manos en el bolso del abrigo y sostuvo con la otra el cigarro cerca de la boca. Jean Louis permaneció en silencio. El profesor sintió la mirada del otro seguir los gestos de su rostro y analizar su lenguaje corporal.

–Le contaré algunos detalles.

El hombre siguió fumando sin apenas inmutarse.

–No es fruto del azar que usted estuviera en España hace ahora unas semanas y que se encontrara en Villafranca con aquel matrimonio, el señor Halff y su esposa, en el palacio de los marqueses de Villafranca.
–¿Cómo dice? -se giró para mirarle a la cara - ¿Me quiere hacer creer que ustedes sabían que yo iba a ir a España?
–Nosotros le introdujimos a usted, señor Lecomte, en el salón de la casa de Christ y Marita, sin que ni siquiera llegara a sospecharlo.

Jean Louis sacudió la cabeza. Un coche sin luces, quizás el mismo de hacía unos minutos, volvió a rugir a toda velocidad en medio de un recrecido silencio. La pavesa del cigarro se apagó. La noche y las confesiones habían generado cierta intimidad entre los dos hombres, uno que sabía tanto y otro que ignoraba, quizás, tanto también.

Con la lentitud de quien no quiere provocar ninguna sospecha buscó en el bolsillo izquierdo del abrigo y volvió a sacar la cajetilla de tabaco. Encendió el cigarrillo y pegó una calada, la brasa iluminó su rostro y la frente apareció sombreada por la gorra negra. El humo del tabaco consiguió envolver la escena con una cierta intimidad. El viento rugía masivo y tenaz entre los pilares de hormigón que sostenían las vías.

Jean Louis estaba desconcertado, se giró y comenzó a caminar sin despedirse.


En la entrega de mañana proporcionarán al profesor francés unas cartas del mariscal nazi Erwin Rommel, el zorro del desierto, en las que se habla de una extraña enfermedad.
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