Escribir ‘La corona de Heinrich’

Jean Louis y Marie se encuentran en el castillo de los marqueses de Villafranca y aquél presentará su libro en Oxford

Rubén G. Robles
11/09/2020
 Actualizado a 11/09/2020
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–Pero no termina ahí, he visto dos cuadros de Nolde, un Rouault, un Esmond y un Vermeer. Y un Mondrian que en el catálogo aparece asociado a la familia Lecomte a través de la anotación ERR UNB 3. ¿Te suenan?
–No –dijo él.
–Estaba viéndolos cuando me has llamado. No he podido seguir aquí abajo sola, necesitaba salir y contártelo. ¿Qué te parece?
–No, ¿qué te parece a ti?
–¿A qué te refieres?
–¿Qué harás con ellos?
-Imagino que averiguar a quién pertenecen las piezas y si no existe una reclamación formal por pérdida o robo y se consideran válidos los documentos de compra-venta de los cuadros, podría, digo… podría suponer que son míos, o, al menos, es lo que ha querido decir Christ en su testamento.
–¿Y si no hubiesen sido legalmente obtenidos?
–¿Qué quieres decir?
–¿Y si existen pruebas de que han sido obtenidos de manera ilegal? –Jean Louis no quiso contar todo lo que sabía.
–¿Sabías que Christ era judío?
–¿Qué implicaría?
–Que si él los adquirió a Hildebrand Gurlitt, podría considerarse una adquisición para reintegrarlos a sus anteriores propietarios.
–Exacto, lo contrario sería admitir que Christ traficó con material que había sido robado a las víctimas del holocausto y entonces alguien podría atreverse a mirar a sus primeros años de nazismo junto a la Thule Gesellschaft y descubrir que Christ estuvo involucrado en los primeros pasos del nazismo y su relación con el holocausto, aquellos días con la Thule serían imborrables de su biografía y saldrían a la luz.
–De acuerdo ¿y qué me aconsejas?
–Lo que tú misma estás pensando, renunciar a la vida que te proporcionarían si fueran tuyos de verdad.
–Piensa que también tendrías que renunciar tú.
–Prefiero renunciar a ella pero adquirir la consideración de haber sido quien devolvió a su dueño legítimo una pieza de arte que en su día solo fue valiosa para él.
Marie asentía con la cabeza y prefería parecerse a la persona que había descrito Jean Louis.
–Recuerda, Marie los últimos años de Christ en Estados Unidos. Estuvo trabajando al servicio de las agencias norteamericanas. Fue él quien transmitió todas las técnicas de lucha contra el comunismo durante la Guerra Fría. Fue el encargado del reclutamiento de nazis por parte de los distintos gobiernos norteamericanos y en parte, responsable del triunfo de las políticas que aspiran a ejercer el control y el dominio sobre las personas. Si no las reintegraras llegaría a saberse esa parte de su pasado.
–Lo haremos como tú quieras y no como quiso Christ, a pesar de que él quería que yo los conservara hasta el final.
Marie miró a los ojos de Jean Louis demostrando estar enamorada.
–Ven. Olvídate de eso ahora, quiero que veas algo -Jean Louis cogió a Marie de la mano y la acercó hasta uno de los cuadros.
–Disfruta de este instante, saborea el olor a pintura reciente, su frescura de formas, el giro y trazo de la brocha y los golpes contundentes de los pinceles sobre la tela, la untuosidad con la que trabajaban, en algunos casos directamente desde el tubo sobre el lienzo. Fíjate en esas nubes pasajeras.
–Vlaminck.
–Se puede escuchar cómo el aire se las lleva.
–¿Has enamorado a muchas mujeres a través de la pasión por la pintura?
–No, a través de las palabras.
–Pero siempre has usado un cuadro como excusa. Recuerdo aquella acuarela en Delhi.
–Me conoces demasiado bien.

Se miraron ambos poseídos de una potente atracción física.
–Lo cierto es que los cuadros me han ayudado a estar más cerca de mí mismo y de otras personas. De algún modo, crean una atmósfera propicia para el amor. ¿Has leído a Proust cuando asoma a la Vista de Delft de Vermeer?
–Sí. Le petit pan de mur jaune…  -dijo Marie.
–A mí me ocurrió lo mismo que al protagonista al absorber sus formas.
–Justo en el momento en que está a punto de entregar su vida y de valorar todo su recorrido vital, en el instante preciso del pesaje de su alma, el protagonista coloca en uno de los lados de la balanza su vida y en el otro la posibilidad de haber pintado con palabras aquel muro, a través de una reescritura infinita, a través de una vida vivida una y otra vez, hasta conseguir aquella luminosidad única a través de la palabra secreta, el aleph, así accede Proust a la pretendida eternidad.
–Sí, recuerdo sus palabras. El detalle pictórico es tan bello que convierten la pintura en una obra maestra clásica y universal.
–En esa atmósfera que reproduce el escritor a través de la visión de un cuadro, reproducida desde la mente de un hombre que lee su tiempo, queda atrapado el espacio y detenida toda referencia temporal, que apenas está sobrevolada por una música silenciosa, que carece de estructura y no posee las ataduras de nada corporal.
–Continúa, por favor Jean Louis.
–Se convierte así en un momento único, en un eco, cuya emoción es necesario reproducir con palabras, para poderlo atrapar, aunque se esté escapando, por ser efímero, para pasar a eterno. En ese vaciamiento de todo, en el que todo queda suspendido, como en el aire, se puede escuchar el batir de alas y el rumor de los besos que llegan desde lejos, muy lejos, para convertirse únicamente en huesos de palabras, que son míseras sombras de lo bello que lleva en su interior.
–Continúa por favor, me encanta escucharte.
–Por eso recurro siempre a un cuadro, para acercarme a ese latido, a esa emoción propicia en que un cuadro detiene el ruido de la realidad para trasladarnos juntos y olvidarnos de todo lo material a través del universo, porque cada cuadro es también una vasija transparente a través de la cual el artista exhibe todo lo que transcurre en su interior, su aleph, su sefirot.

En aquel instante y rodeados por la abundancia de aquellos grandes pintores de las vanguardias de entreguerras, en la silenciosa penumbra, Marie se acercó a los labios de Jean Louis, entera, ocupando casi su espacio y sujetándole la cabeza, le miró a los ojos, le abrazó y colocando juntas sus mejillas se giró y le besó despacio, saboreando el peso y la temperatura de unos labios que se enrojecieron al contacto, creciendo y con el temblor de la ternura, se abrieron sin apenas esfuerzo y también besaron. Había comenzado hacía apenas unos instantes a amanecer en París sobre uno de los cuadros.

Son la nueve de la mañana en el salón de actos del Trinity College en Oxford y el profesor Lecomte se prepara para una lección magistral entre los alumnos que asisten al discurso inaugural del curso académico. Va a aprovechar para presentar su libro, Heinrich’s Crown, que está en los estantes de la librerías del Reino Unido desde hace algunas semanas. La audiencia no es muy numerosa y se mezclan todas las edades, alumnos y lectores que expectantes atienden a todas las lecciones inaugurales del Trinity en una tradición anual que no quieren perderse.

La sala, de unos cien metros cuadrados se inspira en las viejas salas de madera oscurecida por el paso de los años, las paredes cubiertas de estantes y libros amortiguan la voz de Jean Louis que llena de mágicas cadencias, parece conseguir sobre los asistentes los efectos hipnóticos que se había propuesto el escritor. Había elegido como tema central de su discurso la idea del viaje a través de los libros y su capacidad para crear universos. Al final, tras veinte minutos y un rosario de aplausos de unos oyentes convencidos y complacidos, entre los asistentes, un joven se levanta y le pregunta a Jean Louis.
–Profesor, al hilo de su declaración de que el mundo actual solo nos deja, como última posibilidad, recurrir a la literatura como única fórmula para acceder a la libertad, ¿usted cree que es posible vivir de manera diferente a como nos obligan?
–Lo siento, pero, para responderle a esa pregunta, es preciso comenzar a hacerlo de otro modo, ahora, aquí, ya. No sé a qué estamos esperando.

Sonaron apenas unas sonrisas de complicidad con el escritor.
–Sí, es posible vivir de manera diferente a como nos obligan, pero es preciso estar convencido de ello, el modo surgirá –añadió mirando al joven que había preguntado.
–¿Y cómo espera que reaccione la comunidad judía al libro que ha publicado, señor Lecomte? -preguntó sin levantarse alguien desde una esquina en sombra de la sala.
–No lo sé -Jean Louis intentó adivinar quién había sido, la voz era de una mujer.
–Ni tan siquiera sé cómo puede reaccionar un solo lector cuando se enfrenta a la realidad de un libro cuyo contenido es una ficción, eso es algo que no debemos olvidar.

Los asistentes buscaron, girando la cabeza, aquella voz femenina entre las últimas filas.
–Imagínese entonces, amiga, a lo que me enfrentaría si quisiera describir la reacción y opiniones de toda una comunidad frente a algo que es fruto únicamente de mi imaginación.
Jean Louis vio crecer el gesto incrédulo entre el público.
–Pero los datos que ofrece lo hacen tan real -se oyó a alguien decir.
–Es solo una ficción, no pretendía ser nada más. Dirán que es una excusa absurda para librarme de todas las acusaciones que tendré que recibir, pero se lo aseguro, tan solo es una ficción.

La penumbra hacía casi imposible reconocer a las personas de las últimas filas.
–Es una ficción y quizás lo que más me ha movido a la escritura es la posibilidad de compartir con vosotros este momento. Me ha movido la posibilidad de conoceros.
Sintió gran emoción al decir aquellas palabras, pues eran un homenaje a algunos de los personajes de su libro.
–Y mi objetivo fundamental era, aprender yo, enseñarme vosotros y siempre, como no, entretener, persiguiendo el espejismo banal de deleitar y enseñar al lector.
–Señor Lecomte, permítame, ¿le obligó alguien a escribir esta novela? Porque la figura de Christ, llegado el momento de su despedida le arranca al protagonista la promesa de escribir.
–Por una vez en la vida, al escribir este libro, he tenido la oportunidad de tomar ciertas decisiones que anteriormente estaba deseando que otros tomaran en mi lugar. Espero que ustedes, al leerlo, tomen también sus decisiones y recuperen su vida. Sepan que es algo que les pertenece, aunque alguien se empeñe en obligarles a pensar que no es así.
–¿Qué le hizo decidirse a escribir? Quiero decir, ¿por qué no antes? –preguntó un profesor.
–La conciencia de que la vida se acaba, la idea de la muerte, me obligó a plantearme la idea de intentarlo, me obligó también a menospreciar la idea del fracaso, a creer emocionante la aventura de conocerme mejor al esforzarme.
–¿La muerte? –dijo un joven de la primera fila.
–La muerte, sí, la conciencia y la amenaza a la que nos somete produjo en mí la necesidad imperiosa de crear.
–Sí, ¿pero de qué manera?
–La muerte, que nos cura sin remedio de la enfermedad que a veces es vivir, me obligó a mirar hacia vosotros y elegí conoceros y para poder hacerlo… elegí escribir.


Este libro se acabó de escribir en León en una fecha incierta de 2014, a un año de comenzar las celebraciones por el nacimiento de Enrique Gil.
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