En la Biblioteca de Saint-Jacques

En la sala de lectura de la Sorbona de París, Jean Louis encontrará en unos viejos papeles algunos pormenores sobre la Thule Gesellschaft

Rubén G. Robles
13/08/2020
 Actualizado a 13/08/2020
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El profesor  siguió leyendo en la pantalla del ordenador. Resultaban de enorme interés cada uno de los detalles que iban apareciendo.                                                                          –––¿Para qué quiere todo esto profesor? -le preguntó Sophie, pero no estaba prestando atención. Necesitaba permanecer en silencio para poder concentrarse. Sonrió sin responder, dirigiéndole una mirada amable.

Entre los miembros de la sociedad de la Thule Gesellschaft se encontraban Dietrich Eckart, Alfred Rosenberg, Karl Haushofer, el príncipe Thurn und Taxis, la condesa von Weistrap o el barón von Seydlitz. Tendría que tratar de encontrar alguna referencia sobre las actividades de la sociedad y de sus miembros. Su lugar de encuentro habitual según aquellas páginas era el lujoso hotel muniqués Vier Jahreszeiten, Las cuatro estaciones.

Poco a poco iba poniéndoles nombre a aquellos personajes. Aquel grupo de alucinados seres había llegado a publicar el periódico Thule Münchener Beobachter, el observador de Munich que se transformaría en el Völkischer Beobachter (El observador del pueblo), el que sería el principal periódico nazi editado por Karl Harren.
–Gracias Sophie –le dijo el profesor- , me voy a la sala Saint-Jacques, estaré un par de horas.
–Me voy a comer, cuando termine, profesor, dígaselo al conserje, él cerrará.
–De acuerdo –el profesor se giró, cogió los dos libros que había dejado sobre la mesa y buscó un lugar tranquilo en el que poder leerlos. Encendió la luz y pasaron las horas.

Jean Louis comprendió bajo la luz azulada de la lámpara de mesa la importancia de aquel descubrimiento. Tomó una bocanada de aire, se levantó de la silla, miró a través de la ventana y al otro lado de la calle apareció el majestuoso edificio del Panteón. El día estaba a punto de entregarse a la humedad de la tormenta. Permaneció de pie, contemplando aquel ingenio elevado según las leyes de la arquitectura clásica, su columnata, recorriendo el arranque de la cúpula con su prodigio de equilibrios y  vio las nubes a gran velocidad atravesar el cielo tras sus formas.

Dirigió la vista hacia la mesa y vio dispersas las páginas impresas. Era el final de la búsqueda o quizás tan solo un avance en ella pensó, aunque sin saber hacia dónde le llevaba. En el enorme silencio de la sala escuchó su corazón, latía apresurado.  Giró la cabeza hacia el fondo de la biblioteca y contempló los frescos en la distancia de la sala de Saint-Jacques. Tenía la cabeza llena de fechas y nombres. Entonces vio cómo se abría la puerta de entrada a la sala y escuchó unos pasos dirigiéndose hacia él. Se colocó las gafas, pero no pudo distinguir el rostro de aquel hombre en la penumbra.

Se iluminó la sala con la luz de un rayo y pudo ver el arma. Jean Louis se giró y comenzó a correr. Escuchó sus propios latidos y siguió corriendo. Se detuvo y abrió uno de los  pesados batientes de madera de una de las ventanas. Sintió el aire húmedo de la tarde de París golpeándole en el rostro. Rugían amortiguadas las masas de nubes.   Miró fuera, pensó en saltar, le separaban cinco metros del suelo y un largo y estrecho pasadizo entre la verja y el muro de la Universidad. Si sobrevivía a la caída y conseguía llegar hasta la esquina tendría alguna posibilidad de huir con vida.

Recordó que había dejado algunos de los papeles de la Thule Gesellschaft encima de la mesa. Tendría que compartir su hallazgo. No lo pensó, rodó por la ventana desde el interior de la biblioteca al exterior del edificio y se deslizó para agarrarse del alféizar con las dos manos. Se encontraba suspendido en el aire con todo el peso de su cuerpo. La piedra era rugosa y firme, pero no encontró ningún resalte, ninguna cornisa, nada donde poner los pies. Entonces sintió un fuerte dolor en los brazos.

Comenzó a llover con fuerza sobre los tejados de las casas que rodeaban la Universidad y sintió sobre sus dedos las gotas de agua.  No tenía mucho tiempo antes de que llegara, ni sus brazos tendrían la suficiente fuerza para seguir colgado así. Y se dejó caer, preparándose para recibir un enorme impacto en pies y rodillas. Flexionó y encogió el cuerpo, como una bola de materia blanda, esperando amortiguar en la caída la dureza del suelo de gravilla y piedras.

Capítulo VIII
La Sorbona
París
Francia

Había flexionado todo el cuerpo intentando reducir la fuerza del impacto. Sus pies chocaron con el suelo y le pareció que había rodado sobre el suelo de gravilla y piedras. Se puso en pie y sintió un fuerte dolor en el tobillo izquierdo. Miró hacia arriba. En la ventana aún no había nadie. La rodilla le temblaba con fuertes y rápidas palpitaciones. El hombro y la clavícula derecha parecían haberse dislocado. Comenzó a correr sobre las piedras por el estrecho pasillo entre la verja y el edificio.

París era una ciudad agitada por la lluvia y la tormenta. Escuchaba, aunque como si hubiera perdido parte de la agudeza auditiva, la intensidad del tráfico, comenzó a correr y sintió un dolor en el brazo. Cuando consiguió alcanzar la esquina del edificio  de la Biblioteca de Saint-Jacques vio la fachada piramidal de la iglesia de Saint-Étienne-du-Mont, pensó en su interior, lleno de escaleras y rincones donde esconderse, pero estaría cerrada. Recorrió como pudo los cien metros en diagonal de la Place du Panthéon y se vio en la Rue Suofflot, sin apenas aire, pero con la determinación de llegar al Boulevard de Saint-Michel y tratar de esconderse en los jardines de Luxemburgo. Ni siquiera se volvió, no se giró para ver si aquel individuo armado le seguía. Intentó apartarse del edificio. Miró los pantalones, estaban rotos y tenía la rodilla derecha ensangrentada.

Después de lo que había descubierto no le sorprendía lo ocurrido en la biblioteca Saint-Jacques. Las ideas iban y venían a una velocidad de vértigo, estableciendo conexiones, razonamientos, poniendo voces, causas, explicación a todos los nombres y fechas. Las nubes se perseguían, se alejaba la tormenta.

Se hundió empapado en el asiento trasero del taxi que le recogió en la rue Henri Barbusse. En aquel reducido espacio se sintió asustado, recordando cada segundo de aquel terrible momento. Miraba nervioso a través de las ventanillas. Tan solo vio una confusión de luces y sombras, reflejos a gran velocidad sobre el suelo de unas calles inundadas.
El taxista, un magrebí de unos cincuenta años, le preguntó por la dirección a la que quería que le dirigiese.
–Monsieur, ¿a dónde?

Le miró por el espejo retrovisor con las cejas levantadas esperando una respuesta. Se dio cuenta de que aquel era un hombre perseguido, incluso antes de entrar en su taxi. La forma de salir al medio de la calle, el pantalón roto, cojeando de una pierna…

El profesor no contestó, siguió mirando por el cristal trasero, tratando de adivinar si entre quienes recorrían las calles se encontraba el hombre, aquella sombra, la silueta que le había perseguido hacía apenas unos minutos. Le pareció ver a aquel tipo al borde de la acera.
–No se detenga, por favor, siga –le dijo Jean Louis. Miró hacia atrás y le pareció que aquel hombre salía al medio de la calle por ver dónde iba.

El taxista no dijo nada, miró por el espejo.
Jean Louis  pareció despertar de pronto, como del sueño, cogió el móvil y puso un whatsapp a Michelle. Le preguntaba si aún trabajaba en el Hospital de Saint Vincent de Paul. El taxi siguió recorriendo las calles de la ciudad. Después de unos minutos no hubo respuesta. Tuvo que telefonear un par de veces antes de que le cogiera el teléfono. Por fin oyó su voz al otro lado. El taxista se apartó a la orilla de la calle y se detuvo en la esquina del Boulevard de Montparnasse con el Boulevard de Raspail.
–Por favor, no se detenga –le dijo al taxista.

Aquel hombre volvió a mirar por el espejo retrovisor. Se incorporó al tráfico con suavidad y decidió continuar dando vueltas.
–Síííí…  -sonó  al otro lado la voz de Michelle.
–Soy yo, Jean Louis.
–¿Quién?, ah bien, Jean Louis. Sí… dime – le respondió con cierta naturalidad forzada.
–¿Estás en el hospital? –preguntó el profesor.
–Sí, estoy aquí, estoy de servicio- sonaba molesta.

Jean Louis no supo qué decir. El taxista decidió continuar. Permaneció atento a la conversación, aunque discreto y conduciendo. Continuaban recorriendo las mismas calles sin dirigirse a ningún lugar.
–Estoy trabajando y acaba de llegar un accidente. No tengo mucho tiempo, lo siento. Dime Jean Louis, ¿qué quieres? -Michelle era enfermera desde hacía más de quince años en el mejor hospital de París.
–Necesito que me ayudes –mientras hablaba con Michelle, Jean Louis giró la cabeza a uno y otro lado por si podía distinguir entre las sombras de la acera a aquel hombre que en la biblioteca de Saint Jacques le había obligado a saltar. Las gotas de lluvia escurriendo por la ventanilla y los reflejos de las calles mojadas convertían la visión en una sucesión borrosa de formas sin contorno. Imposible saberlo. Seguía asustado, sobre todo después de lo que había descubierto.
–Está bien, ven hasta aquí, estoy en la tercera, veré qué puedo hacer.
El viajero se disculpó, tenía intención de apearse de inmediato.
–Lo siento, me bajo aquí, tenga, quédese con el cambio –le dijo Jean Louis.

El taxista lamentaba perderse el final de la historia. Jean Louis dejó el taxi, estaba demasiado cerca del hospital donde trabajaba Michelle, iría andando, no creía que aquel hombre pudiera aparecer después de haber recorrido tanta distancia.

Le dolía la rodilla y apenas podía girar el brazo. Sintió el aire limpio y frío de la ciudad penetrar con fuerza y recorrerle por dentro. Se oían esos riachuelos de agua correr con fuerza en las orillas de la acera desaguando como si fueran corrientes antiguas y submarinas en las alcantarillas. De nuevo repasó palmo a palmo la escena, los contornos de todo, cada segundo de lo que había sucedido en aquellos instantes previos en la biblioteca de Saint-Jacques.


En la entrega de mañana una amiga de Jean Louis Lecomte acogerá a nuestro protagonista en su casa de rue Dubois en París después de huir de la biblioteca de Saint-Jacques.
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