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El trastero de la Navidad

12/12/2019
 Actualizado a 12/12/2019
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Todos los años me ocurre lo mismo. Primero es la llegada de esos meses en los que pasamos a ver el mundo con unos ojos aquejados de cataratas debido a la neblina que nos rodea y que se convierte en una fina tela que cubre edificios, árboles, vehículos e incluso personas. Luego los estímulos visuales se acentúan con la llegada de los olfativos. Es inconfundible ese olor a calefacción engullendo carbón y madera para dar un calor reconfortante a los moradores de esas casas que todavía se resisten a dar paso a la modernidad del gasoil o del gas ciudad. Esas chimeneas escupiendo humo desde lo alto del tejado parecen locomotoras gigantes a vapor detenidas en la estación, a la espera de un fuerte silbido que anuncie el inicio de su marcha.

La niebla y el humo nos recuerdan que estamos acercándonos a uno de esos momentos del calendario que nos enfrentan al paso inexorable de las agujas del reloj de la vida. Y no me refiero al mero trascurso de los años cada vez que el calendario nos marca la fatídica fecha de nuestro cumpleaños. Es algo mucho más trascendental. Hablo de una celebración que cada vez que llama a nuestra puerta nos recuerda que ya hemos sido víctimas de ese rito iniciático después del cual dejamos de ser niños para convertirnos en adultos, o lo que es lo mismo, abandonamos la ilusión y la magia para asentarnos en la tristeza y en la mediocridad.

La tortura comienza cuando tu heredera te insiste una y otra vez en que te adentres en el tenebroso trastero para recuperar esas cajas de cartón repletas de bolas, espumillón y decorativos varios, además de lógicamente las piezas del belén y ese árbol de plástico que nada más que estabas montando por primera vez supiste que era demasiado pequeño. Mientras que tú te arrastras como alma en pena al trastero, tu hija te acompaña con los ojos fuera de sus órbitas imaginándose la magia y los sueños que han estado escondidos durante un año en esas cajas y que en unos minutos serán abiertas para deleite suyo y horror de los adultos con los que comparte piso. Ella no sabe por dónde empezar y tú no ves cuándo terminar. Dudas sobre qué será mejor, empezar por el árbol y esas luces que siempre están enredadas y la combinación de colores chillones de espumillones y bolas que al lado de una carretera comarcal tendrían un significado bastante diferente. O comenzar con la reanimación cardiopulmonar que tienes que hacer a Jesús ‘El Niño’, a María ‘La Virgen’, a José ‘El Pagafantas’, a los pastores que estoy seguro no están dados de alta en la Seguridad Social, a los reyes sin reino y que por eso son magos e incluso a algunas bestias para traerles a todos de nuevo a la vida. Eso sí, me llamarán escrupuloso pero sólo me centro en el masaje cardiaco, dejando en el zurrón el boca a boca.

Finalmente me decanto por montar el belén y dejar árbol, espumillón y luces a mi esposa, aun a sabiendas de que desde algunos sectores se me pueda acusar de machista, pero prefiero batirme el cobre con figuras de Playmobil que con productos del chino, aunque esto suponga que algunos se atrevan a llamarme racista. Pero no se equivoquen, mi elección sólo se debe a una añoranza enfermiza, ya que los Playmobil son el único cordón umbilical que todavía me une a través de los recuerdos con mi infancia. De esta manera logro escarbar en mi masa gris intentando recordar las sensaciones y felicidad que me generaban mis horas a solas con estos muñecos que les aseguro a mí me hablaban, hasta que un día sin saber por qué dejaron de hacerlo. Pero volvamos al presente. Mientras vamos colocando los personajes miro de reojo a mi heredera y no puedo reprimir esbozar una pequeña sonrisa irónica, ya que tiene la misma cara de ilusión e ingenuidad que aquellos que van a votar por primera vez, sin saber que más pronto que tarde acudirán a las urnas con las mismas ganas que un servidor se encaminó al trastero.

Y mientras el belén va tomando forma gracias a las ágiles manos de mi hija, me maldigo a mí mismo y me esfuerzo en recordar por qué o por quién empecé a dejar escapar la magia de la Navidad, sin conseguir ningún recuerdo nítido más allá de algunos compañeros de clase que me empujaron al abismo de la realidad al insistir en que los Reyes Magos eran los padres. El único consuelo que me queda es saber que al menos estoy siendo testigo de cómo mi hija disfruta de la Navidad, aunque más pronto que tarde se topará con algunos Herodes que comiencen a cerrarle la puerta de la magia hasta que un día, sin saberlo al igual que su padre, bajará al trastero por obligación y no por ilusión.
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