El recreo en tiempos sin Red

En la memoria de las tardes de ocio de muchas generaciones hay nombres grabados a fuego: las salas de recreativos, las máquinas, los billares y, por supuesto, su majestad el futbolín

Toño Morala
25/09/2017
 Actualizado a 13/09/2019
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Viajar en el tiempo, aquel tiempo de adolescencia y juventud; aquellas ganas de jugar y divertirse en la calle; aquellos ritos tan llenos de complicidad y amistad; risas por doquier y, en el invierno, sobre todo, en aquellas salas de juegos, los billares, los futbolines, los recreativos; la competición limpia y serena de marcarse unos goles con futbolistas de plomo mal pintados, y bolas de casi piedra redondas, por denominarlas de alguna manera. Sí, eran tiempos donde la diversión costaba pocas pesetas;te juntabas con los chicos y algunas chicas delbarrio, y pasabas la tarde de maravilla. En verano también se andaba por aquellas salas, pero menos; el buen tiempo invitaba a pasear por los parques, por los prados que eran solares, y allí se remataba parte de aquella adolescencia… la juventud ya daba para otras cosinas diferentes.

Largas horas en las salas de juegos, los billares, los futbolines, los recreativos... Pero volviendo a la salas de juego, a los recreativos,muchos recordamos el primer cigarrillo mentolado entre los labios; entre aquel humo y la grasa de las barras del futbolín, se mantenía el reto y los ojos casi infantiles. En aquella atmósferade película italiana de los años sesenta, se introducía una peseta por la ranura, se presionaba aquel invento mecánico para que salieran las bolas… y expectantes y amarrados a la empuñadura de la barra que sujetaba a aquellos futbolistas que parecían estaban ensartados como si fueran un pincho moruno, comenzaba aquel juego marcando casi siempre el territorio para no dejar al contrario la posibilidad de que te marcaran un gol. En las cuatro esquinas de aquel maravilloso invento, cuatro pequeños ceniceros, y al lado, los bocadillos de fuagrás, de chorizo, o de lo que hubiera, que los tiempos eran escasos conlas viandas; cuando se marcaba un gol, se aprovechaba para darle un mordisco al bocadillo. Desde detrás de un rudimentario mostrador, el encargado de la sala de juegos, con un delantal lleno de monedas para el cambio, no quitaba ojo para neutralizar cualquier trampa de los chavales como poner bolsas dentro de la portería para que no se colaran las bolas. También se encargaba de“arreglar” los futbolines y los billares cuando las monedas se quedaban encasquilladas; algo que pasaba con frecuencia. El tipo llegaba, abría la máquina y sacaba la moneda. Eso sí, siempre con mala cara y como si te estuviera haciendo el favor de tu vida. Eran las salas de juego deaquellas inocentes ciudades y villas de los años 60 y 70, que tanto proliferaron acogiendo a los más pillosde la adolescencia y juventud de aquella época de toretes y vaquillas.

En esos paraísos de libertad para los chavales de la época, el futbolín siempre ocupaba uno de los espacios principales. Allí, los pequeños fuimos aprendiendo -viendo los bíceps marcados de los mayores- a pasarla de la media a la delantera, a arrastrar, a meter goles con el portero, a manejar los mangos como la seda. Se jugaba casi siempre por parejas y existían las parejas campeonas de la sala, eran como semidioses para la chiquillería que se apostaba frente al campo de juego para vitorear los goles y para admirar ese juego duro del defensa y de la mano que no perdonaba del delantero. Antes de empezar la partida había que sortear campo. Cada cual tenía su escuadra fetiche para el juego: el Madrid, el Atléticde Bilbao, el Barcelona o el Betis eran los equipos más recurrentes con los jugadores pintadoscomo soldaditos de plomo. En los prolegómenos de la partida se engrasaban las barras con una lata de aceite y cotón; si el encargado no tenía, se suavizaban con saliva extendiendo y encogiendo varias veces el mango; serefrescaba el campo con un trapo húmedo para que rodara mejor la bola, como si se tratara del mismísimo Bernabeu, y se convenía también si se permitía pararla o cambiarla de jugador en la delantera. Así se pasaban aquellas tardes machadianas tras los cristales al salir del colegio, y los sábados, con campeonatos maratonianos en los que podías ganar el bote compuesto por las pesetas que había apostado cada pareja de jugadores.

En esos paraísos de libertad, el futbolín siempre ocupaba el espacio principal Pero en las salas de juego, los recreativos, no era solo el futbolín. Había también otros espacios como los billares, más silenciosos y reservados a los adultos, con esos tapetes verdes como una pradera, donde solo se oía el chocar de las bolas. A lo lejos veíamos a los mayores darle tiza al taco con parsimonia y apuntar las carambolas en un marcador de fichas que parecía un ábaco chino de los que salían en las enciclopedias Álvarez. Otro ambiente era el de las máquinas de mandos y bolas de acero, las “pimball”,con sus marcadores luminosos, con las que ibas sumando puntos hasta hacer partida. Fueron sustituidas con los años por las máquinas de marcianos más sofisticadas. También estaban las mesas de ping-pong, que cuando jugaba algún maestro se llenaba de mirones viendo parar mates imposibles con esas raquetas de pasta y goma que se iban gastando con el tiempo y que cuando el encargado las cambiaba había cola para estrenar las nuevas. También, en esos recreativos, contaban con aquellas primitivas máquinas de música, donde se echaba una moneda y se elegían dos canciones de las muchas que aparecían en un panel con los nombres del intérprete y de la canción escritos a bolígrafo. Se acercaba entonces al aparato de discosuno de aquellos travoltas de los 70, con patillas, zuecos y pantalones de campana y como por ensalmo empezaban a sonar los Hijos del agobio de Triana, o Demis Roussos, o los Bee Gees, mientras en el ambigú,-por llamarlo de laguna manera- los más mayores, despachaban cubatas de Larios o MG-Cola, mientras en la calle rugían aquellas Ducattis o Montesas trucadas tan en boga; los más pequeños, seguíamos a lo nuestro, con nuestras gloriosas partidas de futbolín gritando, de vez en cuando: “jefe, grasa”. En León hubo imperiales salas de futbolines y recreativos con nombres maravillosos como: México, Palacio de los deportes, El pata, La Vieja, Futbolines Pepe, Recreativos Manolo, Victor…atendidas antiguamente porpersonajes populares donde había que pedir turno para jugar. Y casi todos los barrios tenían su propia sala de juegos. Algunos se apuntaban de monaguillos para jugar gratis en el Club Parroquial también al ping-pong o al billar. En otro apartado, se podría escribir sobre la sociología de aquellos años y de aquellas maneras tan normales de divertirse los adolescentes y los jóvenes; pongamos algún ejemplo: había diferentes tipos de “cracks“, algunos especializados en los “pinballs”, otros en juegos de coches, otros de lucha, algunos eran campeones de futbolín, etc., pero todos compartían un carácter tranquilo y callado, pelazo largo y una camiseta de algún grupo como uniforme oficial.“Los mirones” se diferenciaban entre el resto de personajes porque nunca los veías jugando a nada. Simplemente se ponían junto a algún jugador y observaba atentamente todo lo que sucedía en la sala. Normalmente se ponían junto a “los cracks“, pero de vez en cuando, se podía ver a alguno de ellos junto a jugadores más normales. Algunos “mirones” incluso llegaban a dar consejos en mitad de la partida, los cuales los convertían en una especie de guía en un desierto, sobre todo en juegos difíciles, si bien es verdad que la mayoría de las veces incomodaban más que ayudaban. Una de las actividades de esos personajes era pedir ‘pesetas’ a cualquier persona con pinta de pardillo que hubiera por la zona. También pedían cigarrillos, cervezas u otras cosas, pero lo estándar era la moneda de peseta o duro. Las salas de recreativos, con el paso del tiempo, empezaron a compartir su espacio también con algunos simuladores, sobre todo de coches, con su volante y su embrague. Fueron los recreativos todo un universo de aprendizaje para miles de niños de la provincia, una escuela paralela a la de la aritmética y la gramática, cuando uno comenzaba a vivir y le chispeaban los ojos con solo ver correr la bola por el campo de madera pintada… qué tiempos.
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