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El principio del final

20/06/2021
 Actualizado a 20/06/2021
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Muy cerca, al culminar la calle en cuesta, diviso el lugar y me desmoralizo. He hecho tiempo para llegar a la hora precisa y lo que menos esperaba era la larguísima fila que, antes de que abran el edificio, ya serpentea en torno suyo. Todos no pueden ser de enero, pienso, aquí hay tongo, y me cabreo por lo bajinis. Pero después pienso que sí, que seremos muchos, que somos la generación boomer, la prolífica, la de las proles, qué más da. Me coloco en la fila, muy distanciado de la puerta y oigo a una pareja delante: «yo soy de agosto pero no lo miran, te pinchan igual». Abren, la muchedumbre se electriza.

A estas horas primeras de la tarde el sol arroja calderadas de fuego sobre los... ¿filandantes? Debería existir un nombre al menos en países donde ha sido tradición. Codiciamos la breve sombra de una torreta de la luz, de un arbolillo mustio durante los instantes en que permanecemos parados, pero se avanza. Hay mujeres con paraguas y hombres con viseras o pañuelos de nudos muy boomers. Los que llegan buscan dónde ubicarse y sus aspavientos y maldiciones dan juego a comentarios jocosos fila adelante y a una absurda superioridad topográfica. Ese mismo instinto, pienso, me juzga con mejor aspecto que los de mi generación: la indulgencia con uno mismo debe ser el segundo efecto secundario de esta cita. El primero, la insolación.

No hay mucho que pueda hacerse y examino este aparatoso edificio casi vacío. Otra arquitectura gaseosa y baldía socorrida por cristaleras de colorines. Palacio de Congresos lo llaman. No parece nada palaciego y congresos quizás hayan tenido lugar, aunque se me ocurre que la ciudad abunda en opciones y el arreglo de algunas añosas se reclama con irritación tal vez fingida. En derredor, los paredones de una antigua construcción industrial, que se alzaron con la nobleza y sencilla elegancia de la utilidad, se caen a cachos. Recuerdo que la edificación de este ‘Palacio’ se justificó en su día, hace ya bastantes años, para la salvación y «puesta en valor» de esas ruinas que se comen los hierbajos con lentitud. Al lado opuesto hay otro edificio nuevo, el Palacín, le dicen. El Palacín.

Después de casi dos horas de canícula entro y todo se acelera. Distribuyen las hileras, toman datos, dan papeles, llega un aviso telefónico, pinchan a pie y sentados, instan a reposar... La organización y cordialidad de quienes aguantan horas la tensión de un trabajo tan monótono y enervante me llaman la atención: un súbito optimismo sobre el país, que habían desterrado los de agosto y el absurdo edificio, florece espontáneo. Me encamino a casa, entre la sofoquina y cierto desencanto por el prosaísmo de un acontecimiento tan esperado. Puede que sea la forma en que todo cambia a veces, la manera anodina y una pizca vulgar de terminar una pesadilla, tal como llegó. Al fin.
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