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El pedestal melancólico

14/04/2019
 Actualizado a 15/09/2019
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Desde hace días, en el centro de la plaza de Santo Martino, donde hace no mucho colocaron una fuente malograda, se alza un pedestal vacío. Mientras espera, lo han rodeado de vallas metálicas tal vez para evitar que nadie se suba a él impelido por un ansia arrolladora de notoriedad o por una tentación estatuaria, enfermedad poco diagnosticada pero muy común.

Según parece, espera que un rey medieval se encarame a sus alturas. En esta ciudad los reyes y reinas medievales son como los aspirantes a concejal, surgen en tropel y se disputan previsibles podios. Lo cierto es que los monarcas medievales resultan de trato fácil: despiertan un orgullo de esos de enseñar a las visitas y no discuten nada que les atribuyas. Y su retrato deviene sencillo: se toma lo que se precise del maestro don Heraclio Fournier. En la plaza de San Marcelo con el buen tiempo han brotado dos testas coronadas, aunque no recuerdo quienes pretenden ser porque no he leído las placas. Se me dan mal las placas; nunca están a la altura.

Las modernas estatuas urbanas de León nacieron con parto difícil y cesárea de emergencia, pero también referidas a época tan memorable y virtuosa. La de Guzmán hubieron de inaugurarla de tapadillo, porque cierta actitud poco heroica y algo psicodramática del Bueno de Tarifa renunciando a su hijo ofendía a casi todos. Desde entonces hemos ido hacia atrás: ahora gustan mucho.

Así ocurre con la imagen de la ciudad. Se esponja, contonea y acoge con alborozo medievos y romanidades del Jabato y el capitán Trueno, renombra sus calles con denominaciones judaicas (medievales, claro) porque hace algunos siglos ya que no dan guerra en la vecindad. Pero si se ha de cumplir la ley, una que importa a vecinos y familiares vivos de la última guerra entre españoles, otro gallo canta. «Esperemos sentencia» dice un alcalde remiso a cumplir esas leyes como si pudiera escoger cuáles cumplir, o aguardemos el dictamen de comisiones que llevan deliberando una legislatura. Mientras, miremos lejos, hacia muy atrás. Cómo no se va marchar la gente…

Pero volvamos al pedestal. Pedestales, peanas, plintos son objetos complementarios e incompletos, llamados a secundar a destinatarios de mucho fuste, ser subyugados y hasta vilipendiados, pues su función querríamos hacerla sin ellos, una pura elevación sin elevadores. Sin embargo, si uno se fija bien, muchos no tienen aspecto servil. Desde este modesto lugar lo propongo: dejen el pedestal vacío, no lo ocupen salvo con los pedacitos de nada que se yerguen sobre él. Que sirva de testimonio de esa España vacía que tan de moda está, si se quiere. Pero no admitan que más majestades de barajas añejas se levanten a alturas que quién sabe si merecieron o si merecen ya. Dejen que, por una única vez, sea el pedestal quien protagonice el homenaje a quien quiera que lo merezca, porque solo una cosa es segura: nunca sabremos realmente de quién se trata.
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