08/11/2020
 Actualizado a 08/11/2020
Guardar
El votante de izquierdas se decepciona con tanta rapidez como facundia. Si el líder del partido no lleva a cabo lo prometido a la primera de cambio o no se comporta en la forma en que el votante considera debe hacerlo, llueven sapos y culebras. Que Zapatero retirase las tropas el primer día apenas le dio para un par de semanas de respiro. Lo mismo le sucedió a Obama, en su momento el último sueño americano de ‘izquierdas’ (la comilla previene de lo que allí denominan izquierdas, quede claro). Tras unos meses en que no cerró Guantánamo, levantó unos metros más de muro, deportó inmigrantes y no implantó la sanidad universal lo más suave que le dijeron fue cagón.

Sin embargo, las democracias (más aún aquellas tan complejas como la yanqui), cuentan con infinidad de obstáculos, inercias, normativas, discrepancias y escalones que salvar, negociar, cambiar o persuadir para iniciar una transformación de envergadura. A menudo cuatro años no suponen sino el comienzo; a menudo lo que uno dice cuando está fuera no es lo mismo que diría cuando está dentro y si lo dijese mentiría; a menudo los cambios de una legislatura se cosechan y perciben cuando esta ya ha sido sentenciada en las urnas por los ciudadanos (y, en ocasiones, cuando va a serlo por los jueces). Podría pensarse que este orden de cosas que antaño llamábamos, tan despectiva como arrogantemente, ‘el sistema’, funciona como una rémora, un lastre para el desarrollo del que sería mejor aligerarse. Y es así en buena medida puesto que mucho en él envejece y se mueve por inercia. Pero como todo mecanismo, sus fundamentos también pueden funcionar como solían, como una salvaguarda. Lo han hecho con Trump.

Instancias y contrapesos como cámaras de representantes y senados, gobernadores y cámaras territoriales, tribunales, leyes y regulaciones, cargos intermedios y funcionarios públicos dispuestos a aplicarlas con rigor el espíritu de servicio público... no solo están para ser objeto de escarnio o de populistas solicitudes para su eliminación y un consiguiente y ‘enorme’ ahorro en salarios, sino para que el capricho de gobernantes despóticos no encuentre el terreno abonado.

Todos conocemos a alguien cuyo carácter nos recuerda a Donald Trump sin necesidad de recurrir a los gobernadores civiles del franquismo o a algún que otro cargo público actual. Pero imaginemos qué sucedería si nada les impidiera hacer su voluntad, si no hubiera un muro, este sí pagado por el contribuyente, destinado a la contención de sus pretensiones, que se resistiera a ciertos tipos de cambio, no solo al que comporta desarrollo. Que Trump, según parece, no vaya a gobernar otros cuatro años permitirá, entre otras cosas, reparar los boquetes y grietas que durante estos últimos ha producido en uno que nos protege a todos, pese a que, a veces, haga también la puñeta a nuestras mejores aspiraciones.
Lo más leído