El Millerismo y el fin del mundo

Jean Louis regresa a París después de descubrir la relación del Millerismo con su escritor Enrique Gil y acudirá a la Biblioteca de Saint-Jacques para saber más sobre la Thule Gesellschaft

Rubén G. Robles
12/08/2020
 Actualizado a 12/08/2020
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–¿La veré mañana?
–Mi avión para Tel-Aviv sale en dos horas y media y mi marido Salomon está esperándome.  
–Cinthia me pidió que le preguntara por la relación entre Ethan Allen y William Miller.
–Ethan Allen fue un granjero, un especulador de tierra, un filósofo, un escritor y para los norteamericanos un patriota de los Mountain Boys. Tuvo oportunidad de mostrar sus virtudes y cualidades como estratega durante la Guerra Revolucionaria de la Independencia de los Estados Unidos de América e intervino en la fundación del estado de Vermont. Su fama procede de la creación de los Green Mountain Boys, quienes intervinieron decisivamente en la captura del fuerte de Ticonderoga y de sus cañones, los cuales permitieron la liberación de la ciudad de Boston. ¿Les habló Cinthia de sus acciones militares?
–Sí, Cinthia nos ofreció algunos detalles. Había aparecido recientemente documentación en el propio escritorio de campaña de Ethan.
-He leído su primer libro, El único oráculo del hombre, publicado en 1785, una obra que inició en su juventud con su amigo Thomas Young y que decidió continuar en solitario a la muerte de éste.

Era sorprendente, pensaba Jean Louis, mientras la escuchaba con enorme atención, la extraordinaria memoria y la magnífica capacidad de síntesis de la escritora. No sabía cómo relacionar todos aquellos datos, pero quería tirar del hilo para saber más.
–Allen criticaba duramente el poder de la Iglesia y de los presbíteros de su tiempo. En sus capítulos finales acababa abrazando a Spinoza y proponiendo algo parecido al Deísmo y el Trascendentalismo, con el hombre como único agente en interacción con el mundo natural. Pero más allá de una obra cuya publicación él mismo tuvo que pagar por su escasa repercusión, creó una gran biblioteca dedicada a temas filosóficos y de religión y en esa biblioteca  es donde encontramos a William Miller, un predicador metodista de las primeras décadas del siglo XIX. Este hombre, aunque nació en Massachusetts, vivió gran parte de su vida en Vermont, el estado del militar estadounidense. Allí fue  donde tuvo oportunidad de acceder a la lectura de los libros de la biblioteca de Allen. Allí, en aquella sala de la granja de Ethan Allen, habilitada para contener todos sus libros, Miller leyó a Hume, a Voltaire y a Payne, quienes influyeron en su conversión al teísmo. ¿Sabe usted algo sobre la masonería norteamericana?
Jean Louis negó con la cabeza.
–Pocos son quienes saben que William Miller perteneció a la logia del Arco Real, alcanzando el grado más alto que se podía conseguir en Estados Unidos. Llegó, por un cúmulo de casualidades, a formar  parte del Supremo Consejo de la logia en Estados Unidos, junto a John Mitchell, teniente general de la Guerra de la Independencia de Estados Unidos; Frederick Dalcho, médico de origen prusiano en Carolina del Norte y Emmanuel de la Motta, negociante español de Santa Cruz de Tenerife. A través del puesto de Miller en el Consejo Supremo de la logia y de sus miembros pasó a Europa el Millerismo.
–¿Millerismo? –preguntó Jean Louis.
–El Millerismo era la creencia firme, a través de la lectura particular de la Biblia y de la interpretación numérica que hace de la Biblia el libro de El Zohar, que el fin del mundo ocurriría entre el 21 de marzo de 1843 y el 21 de marzo de 1844, 2300 años después del decreto de Artajerjes del año 457 a.C. para reconstruir Jerusalén.
–Pero nunca llegó a producirse…
–Exacto, el fin del mundo no se llegó a producir, al menos no en aquella fecha. Sus ideas, en especial la idea del fin del mundo de Miller, quizás por la profunda convicción con que fueron formuladas, llegaron a Europa gracias a que Miller era miembro de la francmasonería, de una poco conocida logia de El Arco Real. Cómo influyeron sus ideas en el viejo continente es algo que le podrán desvelar a su regreso a Francia. Solo le puedo decir que la creencia en el fin del mundo tuvo enorme repercusión en las monarquías europeas de mediados del s. XIX.
–¿Y su interés por el Zohar, el interés de los norteamericanos en el libro de la cábala hebrea?
–Las familias de Ethan Allen y William Miller eran judías y llegaron a Nueva Amsterdam desde una próspera Holanda que en 1634 había declarado la libertad religiosa como uno de sus principales valores. Ambas familias llegaron atraídas por la prosperidad y la libertad de las nuevas tierras. A pesar de la libertad proclamada y el librepensamiento, siguieron practicando el criptojudaísmo, cuya clandestinidad fue adoptada por la masonería.

La escritora hizo ademán de irse y se levantó. El día se despedía con pacífica y serena mansedumbre.
–Me tengo que ir, profesor, lo siento, el barco hacia Nahant Island parte en apenas veinte minutos. Mi marido me espera en el hotel de la isla. Es miembro de la Nahant Historical Society desde su Organización y ha venido a disfrutar de un Congreso sobre la Historia del Parlamentarismo europeo. Tenemos un par de horas para preparar el equipaje y salir hacia el aeropuerto. Nos podrá encontrar en Tel-Aviv.
–Le agradezco todo cuanto me ha enseñado. Muchas gracias.
–Será un placer recibirle.

La escritora no solo le había entregado la lista de los objetos de Enrique Gil y Carrasco que Feder le había prometido, también le había resuelto algunas dudas sobre preguntas que aún no sabía que tenía que hacer. Sin embargo, la duda de por qué estaba él en medio de todas aquellas historias sin relación aparente, parecía que iba a seguir sin ser resuelta. Al menos durante un tiempo. Apenas hubo atravesado la calle, Margalit se introdujo en un taxi y desapareció de la vista de Jean Louis.  

Capítulo VII
París
Francia

En el vuelo de regreso a París Jean Louis sintió que venía cargado de conocimientos, de una ciencia que le había mejorado el ánimo. Cogió un taxi en el aeropuerto y se dirigió a su apartamento en la rue du Temple. Lucía en algunos momentos el sol. Mañana se acercaría a la biblioteca de Saint-Jacques, pensó. Allí preguntaría por los libros de la Thule Gesellschaft. Seguiría algunas de las indicaciones de la escritora sefardí. El sol agradable y suave desapareció de nuevo entre las nubes y el día apareció nublado con riesgos de que comenzara a llover. El ruido de la ciudad y el ambiente de las calles, las bicicletas circulando entre la monstruosidad opaca de los coches, el caos pintoresco en extraña convivencia, hacían que en París fuera una experiencia poco ordinaria vivir.

Iría andando hasta la Facultad. Al ir acercándose se encontró con la esbelta y elegante silueta del Panteón asomando entre las calles.  Entró en el Café Soufflot y se tomó un café. Los ruidos del vapor y del goteo, los movimientos y gestos del camarero, con energía y estilismos que mezclaban fuerza y elegancia al mismo tiempo hicieron que Jean Louis recuperara la alegría parisina de vivir. Caminó hacia la Facultad y se fue directo a la Biblioteca.
–Buenos días Sophie.
–Buenos días profesor Lecomte, ¿ha estado de viaje?
–Sí, necesito saber si tienes algo sobre la Thule Gesellschaft.

Sophie hizo una pausa mientras se sentaba frente a su ordenador.

El profesor caminó por los pasillos. El silencio estaba tan solo interrumpido por el teclear amortiguado y nervioso en el portátil de la bibliotecaria. La media melena rubia y lisa de Sophie apareció  por un lateral de la pantalla.
–Tenemos un par de cosas –dijo.
–Perfecto.
–La primera es una biografía de Madame Blavatsky, La Thule y el esoterismo oscurantista y otra obra titulada La Thule Gesellschaft, memorias del barón von Sebottendorf.
-Perfecto, Sophie, muchas gracias. Mira, por favor, si están en la Biblioteca.
Volvió aquel silencio recorrido del hormigueo de los dedos sobre las teclas.
–Los tenemos.
–Me gustaría echarles un vistazo.
–Por supuesto.

El profesor entró a la sala de lectura y después de unos minutos apareció Sophie con los dos libros que le había pedido.
–Ahí tiene profesor, son bastante antiguos –Sophie los posó sobre la mesa de lectura.
–Ya veo –Jean Louis alargó el brazo y los cogió.

Eran dos ediciones en piel. Olían a celulosa, a vainilla y a fibra de madera, aunque la madera parecía estar descomponiéndose en virtud de haber estado expuesta a la humedad. El libro del barón von Sebottendorf con portada de invocación y frontispicio era casi idéntico a la edición del libro de María Blavatsky. Del libro del barón sobresalía un grupo de páginas amarillentas y dobladas en las esquinas, comidas de algún xilófago o lepisma en los extremos, como un cuadernillo que no ocupara su lugar.
–¿Le enciendo las luces de la sala de lectura, profesor?
–No será necesario Sophie, me arreglo con una de las lámparas de mesa.
–Sophie sonrió al despedirse.
–Si me necesita estaré en la oficina.

Nadie, durante las más de dos horas que estuvo allí sentado, interrumpió la lectura de algunos de los capítulos de los libros. La Biblioteca de Saint-Jacques era el sancta-sanctorum de la Sorbona por el aspecto de vieja capilla religiosa recorrida de frescos que poseían las salas y por la antigüedad de los libros que albergaba en su interior. Muy pocos se atrevían a atravesar sus puertas y a profanar la antigüedad de sus volúmenes por lo sagrado del lugar.

Transcurrieron las horas sin que la vida de las calles de la ciudad perturbara aquel momento de lectura. Fueron sin duda, aquellas hojas amarillentas y roídas que sobresalían en tamaño del resto de las hojas del libro, lo que más llamó la atención de Jean Louis. Era un grupo de unas cincuenta hojas, manoseadas, dobladas en las esquinas, roídas en los extremos. Estaban manuscritas y aparecían dibujadas  a mano las líneas verticales que recorrían las hojas para separar las anotaciones. Parecían recoger cantidades económicas, tal vez aportaciones y en otra columna los nombres de quienes las realizaran. Ante los ojos de Jean Louis comenzaron a desfilar los nombres de cientos de personas, en ocasiones solo identificadas por un apellido  y a su lado las cantidades seguidas del acrónimo DM que pensó sería, de tratarse de cantidades económicas, Deutsche Mark. Se levantó y recorrió la distancia que le separaba de la oficina donde se encontraba Sophie. Volvió a encontrarla recorriendo con rapidez y nerviosismo el teclado de su portátil.
–Consulta en la red, por favor, Sophie, los detalles de la vida del barón Rudolf von Sebottendorf.

Marie asintió, se bajó las gafas de la frente e introdujo los datos en el motor de búsqueda de la red.
–Aquí está- dijo.

Jean Louis se acercó al ordenador. La página de la vida de Rudolf Glandeck, barón de Sebottendorf, incluía varios enlaces a una sociedad secreta mágica, la Thule Gesellschaft, un agrupamiento que fundamentaba sus ritos en la francmasonería turca en la que el barón de origen bávaro había sido iniciado. La Thule, según la ariosofía, era el Norte más distante de la tierra emergida y Virgilio, en su poema La Eneida, la situaba en Escandinavia. La raza aria, seguía diciendo la página, y según la teosofía de la sociedad secreta, procedía de esta especie de continente perdido que de algún modo se identificaba con la Atlántida. Buen comienzo para una fábula, pensó Jean Louis.


En la entrega de mañana sabremos por fin qué le ocurrió a Jean Louis Lecomte después de saltar por una de las ventanas de la Biblioteca de Saint-Jacques en la Universidad parisina de la Sorbona.
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