El Marqués de Vadillo y el aleph de la botella

Jean Louis Lecomte salta desde una de las ventanas de la Biblioteca de Saint-Jacques de la Sorbona. Unas semanas antes el profesor francés había estado en el castillo de Villafranca del Bierzo junto al compositor alemán Christ Halff, quien compartirá con él la historia del Marqués de Vadillo, noble español del s. XVIII y de un extraño objeto de cristal que el aristócrata ilustrado llegó a poseer

Rubén García
28/07/2020
 Actualizado a 28/07/2020
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– Señor Lecomte, ¿usted cree en Dios? -le preguntó el señor Halff. Se detuvo unos segundos para pensar en algo que no fuera inapropiado y que no pudiera molestarle.
–Es una pregunta demasiado difícil para la que nunca encuentro una respuesta sencilla –respondió Jean Louis.
–¿Y qué le ha empujado a hacer el Camino?

El profesor francés se quedó pensativo, como queriendo ofrecer una respuesta interesante que pudiera satisfacer la curiosidad de su anfitrión. El tiempo pareció detenerse hábilmente.

–No existe una motivación de carácter espiritual. Tan solo una cadena de acontecimientos, de coincidencias, de causas cuyo origen desconozco. Sí, debo admitir que ellas son las únicas que me hacen estar aquí, en su castillo. Me atrevería a decirle que son unas causas en las que solo el azar interviene.
–Veo que su inteligencia le hace ser discreto, una cualidad cada vez menos frecuente que admiro -se hizo un pequeño silencio que no resultó incómodo a ninguno-. Porque hace pasar por inteligentes incluso a hombres que por su conducta y naturaleza viven sometidos voluntariamente a la ignorancia.
–¿Se ha fijado, mientras se acercaba a Villafranca, en las colinas que suavemente rodean el Camino? -le preguntó a Jean Louis la mujer del compositor mientras parecía dibujar con la mano la suavidad de sus formas, tratando de desviar la conversación hacia otras materias.
–Sí, están rebosantes de viñedos –le dijo Jean Louis.
–Esas cepas viejas, -dijo Christ como recitando- que se retuercen en la bruma sarmentosas… Así las describía el antepasado de mi esposa, el escritor Enrique Gil y Carrasco.
–¿Sabe que es un escritor del que he leído toda su obra y al cual admiro? –le indicó Jean Louis.

Christ se levantó y se alejó en dirección a una habitación situada en el extremo más alejado de la biblioteca. Cuando regresó, el compositor traía en sus manos una carpeta de cuero envejecido que reventaba de papeles por los costados. Se sentó junto a lo que parecía un escritorio filipino con incrustaciones de carey situado a escasos metros de donde Jean Louis y Marita se encontraban. Christ se colocó unas diminutas gafas y comenzó a leer.

–Señor Lecomte, espero que no le moleste que lea este relato, sé que es usted experto en literatura moderna -sostuvo una breve pausa y comenzó a leer.

«Soy Francisco Antonio de Salcedo y Aguirre, marqués de Vadillo desde 1712, año en que S.M. nuestro rey Borbón Felipe V me hubo de conceder el título y sus privilegios. El año en que redacto y escribo este documento es 1729 y mi edad supera ya los ochenta años.

No hay ya en mí calor que pueda acompañarme y mis dedos se retuercen de dolor en el momento en que escribo. Mis huesos se resienten, me encuentro dolorido la mayoría del tiempo y apenas puedo caminar por mí mismo. Soy víctima de alguna dolencia que todos los médicos que me han visitado parecen desconocer.

En el año de reinado de S.M. el rey Carlos II, hijo del anterior Felipe, Felipe IV, año de 1689, recibí del Consejo de Castilla el título de Corregidor de Plasencia. Me quiso el tiempo y las andanzas de aquellos días tratar con suavidad y gracia y tuve la aprobación de mis gobernados, a quienes consideré y aún considero mis iguales y con quien el Supremo me pondrá en paz cuando vaya mis cuentas a recibir.

Adecenté las calles, empedré los puentes, reparé los caminos y puse mi empeño, mi nombre y mis apellidos, renunciando a mis honorarios, sin nadie saberlo, al servicio de todos ellos. He vivido con decencia y decoro, sin excesos, ni más alivio que el de recibir de mi esposa el título de buen compañero.

Y a pesar de tener en mi haber y faltas todos los hechos para alcanzar el título de hombre, más de sano y sencillo que de bueno, tengo una duda sobre la naturaleza de un artilugio de cristal.

Si a algo debo la fama y el título de buen hombre que a veces considero que no merezco, es a un objeto que aún mantengo junto a mis libros. Se trata de una burbuja de cristal, sin nada dentro.

No refleja la luz, pero no alberga la oscuridad. No tiene el aspecto de una esfera. Más se asemeja a una garrafa con su boca estrecha, un garrafón que albergara una especie de delicado coñac, o vino viejo, que a cualquier otra cosa. Sin embargo, quien lo posee adquiere un poder singular, pero está condenado a vivir en el miedo.

Esta es la historia de aquel raro objeto:

En 1696 concedí a la ciudad de la que era Corregidor la licencia para construir y acomodar entre sus muros una fábrica de cristal y vidrio, un viejo edificio que ha arruinado el tiempo.

Vinieron en pocos años muchos hombres de otros reinos. Entre todos ellos destacó la figura de un hombre llamado Jean Gilles, conocedor del fuego, el cual fabricó de su propia mano las primeras herramientas para trabajar el vidrio. Fue también soplador de vidrio y maestro de otros vidrieros.

El nombre del herrero se escuchó en la corte y comenzaron a llegar algunas piezas hechas de su mano a Madrid y al resto de palacios y residencias de los reyes europeos. Nadie conocía su origen, ni si lo que él decía de sí mismo era de algún modo cierto».

Christ pasó de página y continuó leyendo:

«Aquel vidriero había creado y encerrado en un recipiente de cristal un ser terrible, de forma indefinida, un espíritu oscuro al que había encerrado entre las paredes de aquella esfera transparente de vidrio, aquella garrafa cristalina y llena de aire, en cuyo interior, aquel soplador de vidrio, había arrojado una palabra secreta, un aleph , en cuyo interior tal vez fuera depositada la tragedia de sus silencios, dejando depositado en el interior de aquella garrafa de cristal, un ser oscuro que aspiraba a la libertad rompiendo el vidrio».

–El relato desaparece, las últimas líneas se han ido borrando y por más que lo hemos intentado no hemos descubierto su contenido, sus últimas advertencias.
–Se parece a la historia del escritor escocés Robert Louis Stevenson titulada The Bottle Imp -le dijo Jean Louis- que hunde sus raíces en un relato de los hermanos Grimm, Spiritus Familiaris.
–Algo me dice que no es solo literatura, que hay algo más -cerró la carpeta de cuero intentando anudar entretenido los hilos de los extremos. Una nube de polvo apenas perceptible sobrevoló la corporeidad voluminosa de las hojas.
–Tal vez –dijo amable el profesor francés.
–Es la confesión dirigida al futuro, la advertencia, de un hombre desesperado en los últimos momentos de su vida. Eso hace que parezca tan precipitado, tan poco elaborado y tan sincero.
–Señor Halff, son muchos los elementos que lo convierten en un relato –le dijo el profesor.
–Nadie puede describir el horror y el miedo como él lo ha hecho si antes no lo ha experimentado como algo íntimo.

Volaban las pavesas revueltas y amenazando el tejido de las alfombras. En un rincón, cercano a una mesa, asomaba una pequeña alfombra con pájaros y motivos vegetales, de trazos delicados y llena de refinamientos persas.

El aire en la biblioteca se había calentado, en aquellos instantes resultaba espeso e íntimo gracias al enorme tronco de roble que ardía pesado y lleno de mansedumbre en la chimenea. Juliana había venido de vez en cuando a alimentar la nobleza de aquel fuego. El tronco crepitaba y se retorcía buscando acomodo entre las ascuas, su combustión era lenta.

En aquel momento Christ se levantó, abrió uno de los cajones del escritorio y cogió una cuartilla escrita a doble cara, una copia bien caligrafiada, oscurecida, aunque suficientemente legible. Christ se sentó y comenzó a leer.

«Hacía años que aquella burbuja de cristal me acompañaba a donde yo fuera. La tenía encerrada en casa en un armario con llave. Nada era suficiente para mantener a mis seres amados alejados de aquella rareza. La esfera medía apenas en su centro un palmo y medio de mi mano, parecía un antiquísimo recipiente, una ampolla que tuviera varios miles de años, a pesar de su escasa edad, una probeta preparada para un volumen líquido. Siempre se mantuvo cálida, como si contuviera una vida invisible latiendo enérgica en su interior.

Desde que estuviera en mis manos me había ofrecido el discernimiento, el conocimiento de lo que había de acontecer. En ella vi encerrado el triunfo borbónico sobre el heredero del Imperio en la Guerra de Sucesión. Eso me ayudó a saber con quién tendría que establecer amistad y cómo mantenerla en el tiempo.

Aquella visión fue la clave para mis posteriores éxitos. He visto en su interior algunos acontecimientos contrarios a naturaleza, algunos graves sucesos violentos. No he comprendido qué relación guardan conmigo. Y los he visto antes de que se produzcan, algunos de ellos ni siquiera sé si se han producido, si han tenido ya lugar en algún momento y puesto que de la esfera no salen sonidos, ni siquiera sé si se han producido en este país o en esta ciudad».

Desaparecían varias líneas. Jean Louis vio el deterioro al que el tiempo había sometido aquellas hojas.

«Vi en el interior, rodeada del humo del fuego, la batalla de Almansa y la ocupación por las tropas borbónicas de Valencia. Lo supe poco tiempo después por la descripción que hicieron de ella sus protagonistas, durante una recepción en Palacio ¡Ojalá nunca hubiera poseído aquella burbuja de cristal!».

De nuevo desaparecían varias líneas y se interrumpía la historia.

«No quiero despertar en mi esposa los mismos temores que yo albergo. Solo puedo lamentar en mi vida la desgraciada posesión de este objeto, confesar solo en ellas la angustia que se ha apoderado mí. Está en él la esencia pura y destilada del miedo, a pesar de desvelar lo cierto, de despejar la incertidumbre, de adivinar el futuro. Vivo lleno de miedos, a causa de algo que vive encerrado en su interior. Hay algo allí indescriptible que contenía aquel hombre en su respiración. Tal vez fuera una palabra, un aforismo, un aleph, algo que dijo y encerró. No puede obedecer a lo sacro, ni a lo ortodoxo, sino a lo diferente, a lo que no tiene un origen claro, ni un buen principio…, obedece a la maldad en su sentido más primitivo y original».

–Como ha podido ver, señor Lecomte, este manuscrito está lleno de correcciones, imperfecciones y partes ilegibles –dijo el compositor a Jean Louis.

«Solo pido que este relato ayude a comprender a quien se convierta en su dueño, el arcano encerrado en una esfera de cristal, el verbo maligno pronunciado sin sonidos, pero a través de una palabra, origen de todo, cosa que cura, cosa que daña, causa y principio.»

Acompañaba a aquella nota lo que parecía un dibujo de líneas temblorosas y borrosas, apenas apoyado el instrumento de la escritura sobre la página para dibujar un objeto irregular, asimétrico, sin perspectiva y sin sombreado, donde se recogían las medidas de aquel recipiente. Parecía más un instrumento de laboratorio, un mezclador, un decantador de vidrio.

–Si tuviera que juzgar el relato diría de él que es un cuento largo –dijo Jean Louis-. La rima, el ritmo… resulta demasiado afectado y creo que reúne entre sus líneas demasiados efectismos.
–¿Está seguro de lo que dice? –le preguntó.
–Lo siento señor Halff, no deja de ser un relato de terror, similar a los relatos de Poe, de Lovecraft o Stevenson.

El fuego ya había consumido los últimos troncos, que se deshacían en fulgores de ceniza y brasa. La biblioteca había perdido el encanto del primer encuentro, al bajar las escaleras, y la temperatura no era agradable de ninguna manera. La luz había dejado de temblar sobre la piel arrugada del lomo de los libros y la música se había evaporado entre los aromas del último trago de un gin tonic que Juliana se acercó a retirar. Era sin duda, después del cúmulo de relatos, el momento de buscar el refugio de las sábanas.

–Es un relato, es cierto señor Lecomte, un relato de su escritor. Necesitamos que nos ayude a encontrarle.
–No sé si yo…
–Piénselo antes de irse a dormir señor Lecomte, necesitamos que investigue sobre este relato y sobre la figura de Enrique Gil y Carrasco. Mi mujer y yo necesitamos saber más.



En la entrega de mañana Jean Louis Lecomte regresará a París con el encargo de buscar al escritor español y su legado en Alemania.

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