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El largo brazo del protocolo

07/05/2023
 Actualizado a 07/05/2023
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Existen pretendidas alturas a las que los ciudadanos, por suerte, no accedemos ni comprendemos del todo, aunque las financiemos, como tantas necedades. Así el protocolo de los actos públicos. El actual hereda su supuesta necesidad y parafernalia de una versión degradada a partir del que usaron los estamentos privilegiados durante el antiguo régimen. Pese al tiempo transcurrido y la ínfima categoría de tantas cabezas coronadas (regatistas incluidos), la realeza aún cautiva –como cautiva la pirotecnia– cuando despliega su pompa y ceremonia, tal la coronación de este sábado. Si algo retiene la monarquía es cierta admiración popular por una fastuosidad y acartonamiento de cuento de hadas donde todo está calculado y previsto y cada detalle insignificante cuenta con una lectura simbólica y otra esotérica, desde el faldón de una silla hasta la inclinación de una cabeza, pasando por el lugar convencional que ocupan cada uno de los asistentes y los ausentes. Algo parecido sucede con las confesiones religiosas, cuya fascinación es directamente proporcional a la subsistencia de liturgias arcanas.

En las democracias muchos actos civiles procuran ofrecer una alternativa a ese fasto, las más de las veces sin éxito porque la esencia de los regímenes democráticos reside precisamente en la disolución del misterio y la prosopopeya, lo que convierte a menudo esas ceremonias en eventos innecesarios, absurdos o, simplemente, cómicos. Sin embargo, políticos y gobernantes gustan de una buena parada ante las cámaras y la ciudadanía que, por lo general, recela de esos ‘posados’, sus galas y muecas de guiñol. Para sus intérpretes son oportunidad de bruñir la mezquina mota de poder que se les ha conferido y restregársela en la cara al rival. Más aún en el caso español, convertido en campo de justas para desquites y menosprecios entre demarcaciones administrativas e impúdicas demostraciones del «aquí mando yo», donde se han desarrollado cadenas de protocolo cuya pretensión consiste en socavar la autoridad ajena y presumir de palmito y mando. Esos alardes de territorialidad están dejando orinadas todas las esquinas del país.

Esta semana la presidenta de una comunidad autónoma ha negado el acceso a la tribuna de autoridades a un ministro del Gobierno español. Dice que no estaba invitado y no avisó, pese a que esto último al parecer es falso. La falta de elegancia y marrullería se le presume a Díaz Ayuso, pero son demasiadas las groserías que muchos periódicos, entre ellos el conservador y monárquico por antonomasia de este país, justifican y hasta jalean. ¿Se imaginan si hubiera ocurrido en Cataluña con Aragonès? ¿Si hubiera sido un ministro del PP apartado de la tribuna por un presidente de Comunidad de izquierdas? ¿A qué institución representaba Feijóo para colarse? Si el ceremonial es siempre simbólico, el brazo de una jefa de protocolo regional cruzado para impedir el paso de un ministro representa un fracaso de proporciones feudales.
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