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El juicio de los jueces

02/12/2018
 Actualizado a 18/09/2019
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En un Estado como el nuestro no deberían conocerse los nombres de más jueces que los de OT. Haber convertido a los togados en celebridades en medio de procesos judiciales convertidos en culebrones, o permitirnos el lujo de juzgarlos a ellos y hacer una porra sobre los resultados de sus decisiones en función de los cuatro rasgos de su carácter que suponemos a través de los medios y las habladurías mediáticas, confirma la erosión del último de los poderes del Estado, hasta ahora el más indemne por ser el más anónimo y sensato. ¿Cuándo sabíamos el nombre de un juez? ¿Cuántos lo sabían que no estuvieran implicados de una forma personal u otra en el asunto? ¿De dónde viene esta nociva, irracional fama que aún es más preocupante que la tonta fama de los personajillos televisivos y reticulares (de las redes)?

El juez debería ser ese incógnito individuo cuya actitud resulta ejemplar y cuyo dictamen se atiene a leyes y sentido común, pareja no siempre avenida. Pero no, ahora no hay un juez, sino el juez, fulanito de tal por más señas, sirva este como genérico académico para ambos sexos. Todo comenzó, no muy lejos en el tiempo, con los llamados «jueces estrella», enfrentados a causas heroicas contra gobernantes en el poder o a macrocausas de corrupción que nos hacían contemplarlos como superhéroes con su toga al viento, o arrastrando maletas a su llegada. Alguno de ellos incluso cometió la torpeza de aprovechar esa popularidad para aceptar una candidatura en las listas de un partido político (lo siento, señor Garzón, pero usted mismo reconoció ese error al cabo). Pero al menos aquella notoriedad dejaba en buen lugar a la judicatura, como lo hace cualquier cuestionamiento de los poderosos, más si parte del propio sistema, al que dota del aura de lo ecuánime gracias, sencillamente, a que haya justicia además de leyes justas. Pero tal prestigio se fue yendo al garete cuando esos magistrados comenzaron a dictar sentencias inefables, especialmente en el terreno de la violencia de género, pero no solo (recordemos casos como el metro valenciano), o a obedecer con excesivo celo a nuevas leyes rancias y carcamales como las que coartan la libertad de expresión o de manifestación pública. Si a este retroceso democrático sumamos decisiones incomprensibles, como mantener en la cárcel por más de un año a los líderes independentistas con cargos decimonónicos proporcionando alentando así vigorosamente al independentismo, mientras se vio paseando por la calle hasta unos días después de ser sentenciados a Bárcenas o Urdangarín, el panorama se torna desolador. Solo faltaban rectificaciones escandalosas como las hipotecarias del Supremo y un wasap como el que regodea a algunos senadores, para completar un desprestigio que solo un cambio de legislación acerca de los propios CGPJ y tribunales superiores y la dotación exponencial de medios a los tribunales ordinarios, aparte la derogación de ciertas leyes podría comenzar a restañar.
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