El Forastero

Por Saturnino Alonso Requejo

Saturnino Alonso Requejo
06/11/2022
 Actualizado a 06/11/2022
Juego de bolos de David Teniers. | MUSEO DEL PRADO
Juego de bolos de David Teniers. | MUSEO DEL PRADO
Los domingos, alta ya la mañana, vestidos de limpio y después de oír misa, porque a Don Ubaldo no se le resistía nadie, ya se sabia: ¡la bolera! Que jugaban solteros contra casados, y el cura entraba con los casados.

Los rapaces de escuela, bien fregados y peinados a raya, trasteaban por allí viendo con qué puntería entraban los vencejos al nido de la torre, o cómo zurcían las golondrinas el paño azul del cielo. Y a chapuzarse en la fuente del Casarón. Y a birlarle las cerezas a algún vecino, mientras el dueño birlaba en la bolera.

Las mujeres, después de noticiarse unas a otras largo y tendido, y de sacar las faltas a los atuendos domingueros de cada una, subían calle arriba moviendo caderas, con la llave grandota de la puerta de casa en la mano. Que habían dejado sin recoger los ajuares de la casa, había que quitar entalangos y enderezar el guiso dominguero. Y quedaba en la calle un regatillo de perfumes y coloretes y risitas que ponían un instante de regocijo al final de la semana bien trabajada.

Estaba birlando, rodilla en tierra el señor cura, cuando apareció el Forastero sobre sus botas de montaña, la camisa de bolsillos arremangada hasta los codos, el pantalón de loneta atado en las pantorrillas peludas, y una mochila de excursionista a la espalda de la que colgaban algunos artilugios de andar por el campo.

– ¡Buenos días, paisanos!
– ¡Buenos nos los dé Dios y usted que lo vea!

Y el Forastero enfiló calle arriba mirando con despacio el panorama: el cielo azul, metiéndose por las callejas como una visita esperada: las montañas altísimas, apuntalando el firmamento que amenazaba con venirse encima; las fachadas, encaladas al vivo, los geranios, incendiando los balcones; los hayedos y robledales, poniendo asedio de verdor y frescura al vecindario. Y aquella presa regadía que venía cantando desde Sonriego como los pechos de las mozas inclinados sobre la gloria del huerto. Y la brisa de julio que, lo mismo que una amante, nos echaba el aliento en la nuca.

Si la vida entera no era así, si aquel instante del mes de la siega reluciente como un dalle, hermoso como una vajilla de Talavera. ¡Un pequeño paraíso a la medida del entusiasmo humano!

El mastín comunal, que se había levantado perezosamente de la sombra azulada, seguía al Forastero a corta distancia, pendiente de la mochila abultada.

Aquel hombre se detenía de vez en cuando y escribía algo en el cuadernillo que se sacaba del bolsillo alto de la camisa gris. Y reemprendía el paseo de mirar, hinchando el pecho tal que Dios en el Paraíso Terrenal; pero sin árbol prohibido: todo de todos y a la mano de cada uno.

El pueblo era pequeño y se recorría en un santiamén. Pero se podían mirar: las callejuelas, fresca, las portaladas, barridas y regadas como las flores, los poyos, esperando a las puertas y ofrecidos a todo el que pasara. Y aquellos pocos ancianos, recién afeitados por una hija, al solisombra de los umbrales como un calendario del pasado con la memoria al rojo vivo. Una paz profunda y sencilla como el agua limpia de la palangana.

De regreso a la bolera, donde había dejado el todoterreno, y como los de la partida seguían allí echando el cigarro...:
– ¿Qué, le gustó el pueblín?

Porque a las gentes les gusta que a los forasteros les guste el pueblín de uno.

El Forastero, que ya se había confiado al mastín que le había olisqueado las botas, y había respondido a las preguntas de las viejas preguntonas:
– ¿De dónde es el señor, si no ofende? ¿Le ha gustado esto? ¿Habrá traído a su señora, que se habrá quedado en el coche?...

Digo que el Forastero metió la cabeza en la fuente de la Bolera, echó un trago más largo que las Letanías de las Rogativas, y respiró profundo y satisfecho y remediado como quien ha recibido comunión.

Luego de esto, el Forastero se arrimó a una pared, no muy apartada, y echó una meada alta y placentera como quien se ha aguantado toda la santa mañana para mear en casa.
Y aquella meada, digo yo, iría al río aldeano; y luego al Esla; y después al Duero; y, por fin, al Mar del Infinito... ¡Cualquiera sabe a dónde iría a parar la meada sincera y aldeana del Forastero! ¡Qué viaje tan largo para lo que es la menudencia humana!

El Sornas que vio aquello, sentenció:
«¡EL QUE VIENE Y MEA, VUELVE!».

Porque la meada del Forastero era el modo más claro de tomar posesión de lo visto. Que, cuando volviera, ya no sería simplemente a mirar, sino a CONTEMPLAR lo mirado.
El Forastero, que ya lo era menos, seguía acudiendo todos los veranos a darse una vuelta y a mear alto contra la pared de la calleja. Y el Sornas, que andaba de la próstata y no se lavaba la boca, decía:
«Con buena picha, bien se jode»,
¡Pues que Dios se la conserve tan dispuesta!
¡Al que Dios se la dio, que San Pedro se la bendiga!

El caso fue que el que había venido a mirar, regresaba después cada verano a contemplar lo mirado,
¡QUE ASÍ SEA!
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