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El espectáculo debe continuar

13/01/2019
 Actualizado a 17/09/2019
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Abreviando, podría decirse que existen tres formas predominantes de gobierno: monarquía, tiranía y democracia. La primera acostumbra a atribuir a sus dirigentes el apoyo de algún dios, a quien se otorga la responsabilidad de ese designio, y al que no suele pedirse cuentas, pese a los frecuentes desengaños. Al fin y al cabo es un dios. Un sistema tan poco recíproco impera pese a todo aún en muchos lugares donde la anacronía o no se percibe o se ignora merced al principal atractivo de este sistema: el espectáculo. Las monarquías lo ofrecen siempre, profesionalmente. El rey (o la reina) se convierten, más que en un enviado divino, en actores de una función perpetua, ilusoria, rutilante. Por eso, aun cuando dejan de gobernar pero siguen reinando, sus valores como entretenimiento no caducan, al contrario (la realeza británica, por ejemplo, un caso global; la de aquí, local).

Las tiranías intentan servirse del mismo procedimiento, más tosco, sobre todo en su apogeo, con su retórica chusca de baños de masas, paradas militares y profusión imaginera del líder supremo. Sin embargo, quizás porque no cuentan con dioses a su servicio (a menudo ellos mismos creen serlo) o por mera bisoñez, suelen acabar en un no menos espectacular, improvisado y a menudo trágico desmoronamiento.

La democracia, ese sistema tan reciente, no basa su subsistencia en el desarrollo de un entretenimiento masivo. Al contrario, a menudo se muestra altaneramente ajena a ello, presuponiendo que el interés de los ciudadanos por las decisiones que les afectan bastará para retener su atención sine die. No es así: nada más aburrido que un debate político, con su letanía de medias verdades, su careo de discursos tediosos y su hierática seriedad. Quizás en los sesenta y setenta, plenos de concienciación ciudadana y cercanos al naciente uso de la televisión para la promoción política hubo una oportunidad, pero no pasó de ahí.

Por ello tras décadas de hastío, ha surgido una nueva forma de ‘político’ o, al menos, de personaje público encargado de lo público. Ya no queremos políticos, ni ideólogos, ni filósofos, ni siquiera tecnócratas: queremos ‘showmen’. Elegimos a tipos que nos entretengan con sus ocurrencias, que provoquen la carcajada, el aspaviento o el comentario jocoso y escandalizado. Queremos individuos forjados en la industria del ‘entertainment’ o salidos de algún ‘show’ televisivo, y que, sobre todo, mantengan vivo el espectáculo con sus boutades mientras aquello que sí nos incumbe (el reparto de la riqueza, la calidad de los servicios públicos, la precariedad laboral y social…) se aleja de nuestra atención. Nos interesamos por las estrambóticas y siniestras propuestas de Trump, las amenazas matonas de Bolsonaro y las simplezas de sus ministros, los exabruptos de Salvini y Orban o la testosterona ecuestre de Abascal porque el espectáculo debe continuar.
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