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El error de no reconocer haber errado

23/04/2020
 Actualizado a 23/04/2020
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Escuchaba a un médico el otro día decir que echaba de menos la celebración de ruedas de prensa que sólo se dedicaran a informar sobre los errores cometidos durante esta crisis. A su juicio, y coincido con él, es la manera más efectiva para conseguir mejorar de cara al futuro.Además, añadiría que también ayudaría a evitar la confusión entre la ciudadanía, la cual ha perdido la confianza, y no le faltan motivos, en muchas de las fuentes oficiales. Este mal es generalizado y no entiende ni de siglas, ni de ideologías, ni de territorios. Es más, esta manía obsesiva de no reconocer las pifias no es exclusiva de la crisis actual, sino que ha sido lo más común en las últimas décadas y me temo que lo seguirá siendo en el futuro.

Los políticos se afanan en ocultar sus desaciertos, olvidándose de que estos son inevitables. Todos nos equivocamos, incluidos los animales y hasta las máquinas. Por esta razón, es un craso error el invertir fuerzas y energía en intentar negar lo evidente o en el peor de los casos, buscar una serie de excusas infantiles, cuando sería mucho más fácil asumir lo evidente. El error es innato al ser humano. Lo que es voluntario es aceptar o negar nuestros fallos. El problema es que aceptar las equivocaciones requiere humildad, cualidad cada vez más escasa entre los dirigentes políticos, justo lo contrario que el orgullo y la necedad que se esconde detrás de la negación continua del error.

Quizás me equivoque, pero la sociedad no quiere políticos perfectos. Lo que busca es políticos honestos que asuman sus errores y no sólo se vanaglorien de sus aciertos. La ciudadanía acepta el error inicial, pero lo que no debería aceptar es el error voluntario, de este no hay duda sobre su procedencia, de querer negar la mayor y esconderse tras chivos expiatorios cuando lo más razonable sería un simple y sincero ‘lo siento’. Un error asumido y bien gestionado puede llevar a un acierto, pero como nuestra sociedad es presa de la inmediatez, prefieren echar mano de la mentira y del autoengaño, que a corto plazo parece más rentable, aunque a largo plazo empobrezca y deteriore el servicio público que es la política.

Pero no seríamos honestos si quisiéramos descargar toda la responsabilidad de la negación continua del error de los políticos en ellos, porque esta conducta reprobable está auspiciada en muchos casos por los acólitos de uno y otro bando, ya que ellos se niegan también a reconocer el error de los ‘suyos’, lo que retroalimenta a sus amados líderes a seguir ocultando sus fallos. El peligro de todo esto es que el autoengaño continuo deriva en la pérdida total de la visión certera de la realidad necesaria para ejercer de manera ética y honesta la función de conducir de una manera justa y responsable los designios de una sociedad entera. El filósofo francés Voltaire afirmaba que «el hombre se precipita en el error con más rapidez que los ríos corren hacia el mar». Lo que es una pena es que no seamos capaces de ser igual de rápidos para reconocer públicamente dichos errores.

Dudo de si todavía estamos a tiempo de revertir la situación de estar viviendo muchas veces en una gran mentira política, ya que nos hemos dejado inocular el virus del autoengaño en nuestras venas. Y es que el tratamiento para acabar con éste es muy doloroso, ya que pasa por grandes dosis de honradez y de asumir que somos imperfectos, tanto nosotros como los ‘nuestros’. Esto conllevaría asumir que quizás no seamos mejores que los ‘otros’. Y eso, me reconocerán, es traumático porque nos enfrenta precisamente a nuestro error de pensar que los que están equivocados son el resto y no uno mismo. Siguiendo este razonamiento asumo que quizás esta columna parta del error de un servidor de pensar que los políticos prefieren huir del reconocimiento de sus equivocaciones, que humanizarse aceptando que han errado. Así que pido disculpas sinceras por adelantado si éste es el caso.
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