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El elefante muerto

14/06/2020
 Actualizado a 14/06/2020
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Hace seis años, un elefante muerto y alguna otra pifia se llevaron por delante la proverbial campechanía del monarca aconsejando un retiro merecedor de recompensa, convirtiéndolo en emérito. Otro privilegio.

En estos últimos años nos han permitido entrever al fin, aunque dosificada, la no tan ejemplar biografía del rey de la Transición. La institución monárquica fue una de aquellas cosas no tan democráticas que incluía el lote de la Constitución del 78. El yogur de coco. Personificaba la continuidad con el régimen dictatorial y, sin embargo, se celebraba como catalizador del cambio. Poco después, el golpe del 23F conferiría reputación a la «más alta magistratura», como dicen algunos, pues debíamos agradecer comportamientos que, sin embargo, se ajustaban precisamente al cometido del cargo. Había hecho lo que debía, según esa Constitución que lo incluía. Desde entonces, sus apologetas afirmaban que se había convertido en embajador de nuestros intereses en el extranjero. Ahora recelamos por qué. Presuntamente.

Para cualquier demócrata, para cualquiera que prefiera la igualdad ante la ley, la existencia de un privilegio de sangre y arbitrario no deja de resultar injustificable, aparte de anacrónico. De hecho, sería posible identificar la última ‘gracia’ de la Corona ese 23F que tanto se pavonea como un servicio propio del siglo XIX (que en este país ha durado lo suyo). Ese fue el último siglo en que tuvo sentido una institución como la monarquía. La historia está llena de estos rescoldos que, de vez en cuando, alguien remueve.

Quizá en el Reino Unido la figura monárquica más notoria del globo conserve aún algún sentido. Aparte una enorme hacienda y la apostura ceremonial de un culebrón opulento, bajo su égida de armiño congrega la Commonwealth. Poca cosa ya en verdad. Pero en España las últimas crisis han dibujado la Corona como un organismo prescindible. En el conflicto nacionalista echó leña al fuego y durante la crisis de la Covid-19 ni está ni se la espera. La monarquía se sostuvo en un origen divino o se defiende por razones estéticas. Lo primero sucumbió a la razón, lo segundo entró en el terreno de lo kitsch hace tiempo.

En su camino hacia un quimérico ajuste con una realidad que siempre marcha a mayor velocidad, el gobierno y la administración de los países agotan y dejan en la cuneta organismos marchitos y rémoras institucionales. Uno de ellos, quizás el más aparatoso, es la monarquía. Una antigualla que nadie sabe dónde colocar o qué hacer con ella cuando deja de tener sentido y sensibilidad. Si finalmente se demostrara que el rey emérito no tiene mérito ni hace honor a ser rey, quizás sea el momento en que aquellas palabras «me he equivocado, no volverá a pasar», tengan refrendo literal y legal acabando con una de las herencias más depreciadas de nuestra historia. Hay que ir soltando lastre.
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