pedro-lechuga-mallo2.jpg

El día que conocí a Ramón Lobo

10/10/2019
 Actualizado a 10/10/2019
Guardar
Mogadiscio, Varsovia y León. Tres ciudades separadas por 2.274 kilómetros pero unidas por dos personas. Mejor dicho, por dos periodistas. Historias. Muchas historias. Guerras. Muchas guerras. Eso sí, el olor a pólvora, miedo y muerte que podía esperar fue envuelto por un aroma intenso de media docena de expresos. Quizás sea una de las secuelas que se trajo en la mochila tras ser testigo durante décadas de lo peor y lo mejor de lo que somos capaces los seres humanos. Ese chute de cafeína quizás es un truco para estar siempre alerta o quizás para no querer encontrarse con Morfeo y se abra el telón de los horrores, irrumpiendo en el escenario aquel niño de pocos días que tuvo en sus brazos en Sierra Leona junto a Gervasio Sánchez y que se murió por mera burocracia o esa joven que fue ejecutada de un tiro en la cabeza por el simple hecho de haberse puesto nerviosa ante un miliciano, que entendió esa reacción como una declaración de culpabilidad. No me atreví a preguntárselo, pero tras compartir, perdón, disfrutar de su compañía durante un día completo me decanto más por la primera opción.

El que espere encontrar en Ramón Lobo melancolía y tristeza se va a llevar una desilusión. Quizás eso sea lo que le convierte en un personaje de entre los personajes que son todos los periodistas de guerra. Eso sí, reconoce tener un truco para conseguir que el daño que se impregna en la memoria de su piel no pase más allá de ser una simple herida de guerra. Y no es otro que un sofá que tiene en su casa, que para él es como un diván pero sin psiquiatra. Es ahí, tumbado en ese sillón donde se ordena todo en su mente y le permite sentirse un tipo privilegiado de entre el resto de mortales por ser testigo directo de incontables historias y lo que es más importante, vivir para contarlo.

Titulares. Cientos de titulares. Con la pericia de un francotirador es capaz de disparar palabras que no dejan indiferente a los que le escuchan. Pero esa no es su mejor arma. Lo de los titulares queda en simple fogueo cuando te enfrentas a sus historias. Eso sí, son armas de destrucción masiva que hacen estallar en mil pedazos formalismos, prejuicios o estereotipos. Los titulares se empequeñecen cuando es capaz de meterte en el coche junto a él mientras seguía a un religioso que acababa de ser liberado tras un secuestro o en un blindado estadounidense mientras era tiroteado. No necesita la ayuda de fotografías ni de imágenes en movimiento para que le acompañes en sus viajes. Si es capaz de contar a la perfección las historias de otros, cómo no va a hacerlo con las suyas propias.

Seguramente Kapuściński no fuera capaz de ubicar a León en el mapa, pero su muerte en Varsovia el 23 de enero de 2007, el mismo día que Ramón Lobo aterrizaba en Mogadiscio dio vida al título de su libro ‘El día que murió Kapuściński’, el culpable de que Ramón Lobo dejara su búnker madrileño por un día para traer en su mochila todas las historias que contó y aquellas que se quedaron a punto de ser historias merecedoras de ser contadas, porque no siempre se encuentran todas las piezas que encajan hasta formar el puzle completo.

Habla mucho y rápido, pero reclama volver al periodismo lento. Ese que se vertebra en torno a tres acciones que parece muchos han olvidado: jerarquizar, contextualizar y comprobar. Echa de menos el privilegio de la soledad cuando fue testigo de sus primeras incursiones en territorio hostil y no existían Internet ni los móviles, pero al mismo tiempo apuesta por un periodismo digital en el que se consiga educar al lector para que pague por contenidos de calidad. Y a pesar de que se jubile el año que viene, no deja títere con cabeza con sus ráfagas dialécticas cargadas de ironía que nos regala en Twitter.

Se siente un privilegiado por ser uno de los elegidos que bajaba de un avión en zonas de conflicto y tener ante sí cientos de historias para ser contadas. Algunas compartidas con sus lectores, pero otras muchas sólo quedaron para él, dando forma a lo que hoy es como persona y periodista. Y así, contándome una anécdota tras otra, intercaladas con lecciones de vida y reflexiones periodísticas, remueve el último expreso de su visita a tierras leonesas al lado de unas vías de tren, que en esta ocasión le llevarán de vuelta a Madrid y a su diván sin psiquiatra donde al acostarse recordará quizás a Ofelia, esa mujer de Sierra Leona que caminó durante días con ese bebé que no se merecía morir pero que sin embargo murió. Así es la guerra. Así es Ramón Lobo.
Lo más leído