El deber de desobedecer la ley

Por Valentín Carrera

25/09/2017
 Actualizado a 19/09/2019
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Lex injusta non est lex», decía Santo Tomás de Aquino, Doctor de la Iglesia. Y lo dice también la Biblia, «Ay de aquellos que dictan leyes injustas y con sus decretos organizan la opresión» (Isaías, 10, I), y el Papa Juan XXIII en la encíclica Pacem in terris: «Las leyes contrarias a los derechos humanos, no son válidas…».

De la noción de «ley injusta» (supongamos, por ejemplo, para un médico católico, la ley del aborto), nace el derecho a la objeción de conciencia. Más que un derecho, sería una obligación moral: algunos moralistas sostienen que un médico católico tiene el deber de desobedecer una ley de aborto, contraria a su conciencia. Otra cosa es que pueda hacerlo en el ámbito de la sanidad pública donde su derecho colisiona con los derechos de la paciente. Un pacifista tiene la obligación ética de negarse a vestir el uniforme militar o usar armas; un ecologista se opondrá con todas sus fuerzas a una central nuclear o una incineradora tóxica, por muchas bendiciones legales que tenga.

De este imperativo ético nace el concepto de «desobediencia civil», inaugurado por Henry David Thoreau, fundador del ecologismo: «Bajo un gobierno que encarcela a alguien injustamente, el lugar que debe ocupar el hombre justo es la prisión». Miles de personas justas —Luther King, Gandhi, Mandela— han estado en la cárcel por sus actos de rebelión o desobediencia civil contra leyes injustas. Esclavitud, discriminación racial o religiosa, explotación colonial, abusos laborales, guerras… la conquista de los Derechos Humanos es una larga marcha de dolor y sufrimiento. También de alegría.

Vista en perspectiva histórica, la desobediencia civil ha sido siempre un instrumento de liberación frente a cualquier clase de opresión. Sin necesidad de remontarnos al pasado, la España contemporánea está llena de leyes y normas injustas que hemos tenido que desobedecer y seguimos desobedeciendo: desafiamos en la Transición las leyes que prohibían reunirse, expresarse y manifestarse; hicimos colectas solidarias para pagar abortos en Londres o Portugal; el divorcio de hecho se instaló en las familias rotas mucho antes de que una ley tardía y pacata lo permitiera; miles de objetores contra la mili, el servicio militar obligatorio, dieron con sus huesos en las cárceles (no en las de Franco, que también, en las de la Democracia: el derecho a la objeción de conciencia ¡¡no se reconoció hasta 1984!!). Leyes brutales encarcelaron, torturaron y discriminaron a miles de personas por su condición sexual.

Gracias a todos estos insumisos ante las leyes injustas, que pagaron un alto precio, disfrutamos hoy de leyes progresistas que reconocen nuestro derecho al divorcio, al aborto o a la objeción de conciencia. De manera que, en nombre de Thoreau, de Gandhi y de Mandela, y de millones de insumisos anónimos, un respeto a la desobediencia civil.

La historia nos demuestra que, lo que hace años era delito, perseguido con saña y cárcel, hoy es una práctica social aceptada pacíficamente: véase la conquista de derechos gracias a la llamada ley del matrimonio homosexual, que condenó a Zapatero a la hoguera; o esta misma semana, la admisión a trámite por el Congreso de los Diputados de la Ley LGTB. Y quizás, más pronto que tarde, la regulación de la eutanasia; y otros tantos espacios de libertad ciudadana que nunca han sido regalados por el Poder, el Estado, o como quiera que se llame esa maquinaria encarnada de óxido y corrupción, de oscurantismo y privilegios, que destina cada año miles de millones a comprar armas, bombas y tanques, mientras los ciudadanos más débiles de la sociedad viven en la miseria. Eso es un Poder injusto, intrínsecamente injusto, ante el que no cabe otra opción ética que la insumisión y la desobediencia civil.

No entraré en este artículo en si esto es o no lo que está pasando en Catalunya: el debate está tan embarrado que casi nadie escucha razones; el tiempo pondrá a todos en su sitio, como ha puesto a los inquisidores que alzaban sus voces intolerantes contra el divorcio, contra el Estado de las Autonomías o contra el derecho de huelga.

Volvamos a Santo Tomás: «Cuando una ley está en contradicción con la razón, se le llama ley injusta, no tiene razón de ley y se convierte en violencia». Mi razón, mi pequeña y modesta razón, me dice que en 2017 el Gobierno de mi país impone con la coacción y la fuerza normas injustas, que generan violencia social, al tiempo que incumple sistemáticamente un sinfín de leyes justas, desde el derecho a una vivienda digna hasta el derecho al trabajo. Por sus innumerables actos injustos, este Gobierno no tiene razón de ley, y Santo Tomás de Aquino alzaría su docta voz aconsejándonos la más pacífica y sonriente desobediencia. ¡Arriba las ramas!
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