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El chamán y el nadador

09/04/2023
 Actualizado a 09/04/2023
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n lo más profundo de la cueva prehistórica de Lascaux, en la Dordoña, fue representada una de las escenas más enigmáticas del arte paleolítico: una rígida figura humana –¿yacente o cayendo?– tal vez desnuda, con el miembro erecto y los brazos abiertos, provista de una cabeza o máscara quizás de ave, deja caer o está junto a una especie de bastón rematado en una forma de pájaro, ¿el cayado de un chamán? Frente a él, un bisonte que, acaso atravesado por lanzas, lo embiste enardecido. A la espalda del hombre pero cerca se pintó un rinoceronte. Esta ‘escena del pozo’ ha intrigado a los investigadores desde siempre y abundan las interpretaciones aunque quizás se resuman en la sensación de incertidumbre y misterio que provoca en el espectador, como si en ella se concentrase la inmensidad de lo que desconocemos sobre nuestros antecesores, sus angustias y creaciones.

En un pequeño cementerio cercano a Paestum, ciudad de la Magna Grecia al sur de Italia, se encuentra una tumba cuyas losas se adornaron con varias imágenes: las laterales disponen un banquete o simposio con alegres invitados (curiosamente son doce) mientras en la losa superior un muchacho se zambulle desde una suerte de trampolín hacia aguas ondulantes en un paraje abierto, mediterráneo, insinuado por dos árboles. Levita en un cielo prístino desde hace dos milenios y medio. Esa pintura ha fascinado de siempre a especialistas y público por su frescura, ligereza, modernidad y, cómo no, por la interpretación que cabe en ella. La tumba del nadador invita a pensar que celebra la oportunidad de la vida en el momento de su conclusión, en el instante del último convite con los seres queridos, de la postrera zambullida.

Ambas obras se realizaron con sencillos rasgos monócromos trazados con abrumadora sencillez y una economía de gestos en la que importan mucho el silencio del vacío y la captura improbable de un instante cuya trascendencia se asocia al lugar en que se realizaron y fueron halladas, emplazamientos íntimos que hoy aún estremecen. Ambas remiten a creencias en el más allá, a interpretaciones trascendentes de actos cotidianos o acontecimientos nada extraordinarios que adquieren nueva luz a causa de su inclusión en un mundo de sombras: la tapa de un negro sarcófago, el pozo oscuro de una gruta santuario habitada en la niñez de la humanidad. Son, sin embargo, acontecimientos luminosos: un posible ritual cinegético y el plausible símbolo de placeres fugaces que concluyen y cuyo recuerdo se suspende en el aire para la eternidad. Son, ambas y tantas otras, muestras de la eficacia de arte para reconfortar al ser humano y dar sentido a su final. Son ritos cuya eficacia y naturalidad emocionan más allá de que compartamos o conjeturemos siquiera los fundamentos de esas creencias o la tradición en que se basaron. Su expresión se ha despojado de toda ceremonia y grandilocuencia. Por eso siguen conmoviendo.
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