Para asomarnos al pasado de Ponferrada, debemos regresar al año 1086. Entonces, con la intención de facilitar el paso de los peregrinos que avanzaban por el Camino de Santiago hacia Compostela, el obispo Osmundo de Astorga y el rey Alfonso VI de León decidieron levantar un puente. La estructura, adornada con ciertos elementos de hierro —quizá cadenas—, llamaba la atención de los caminantes. De ese detalle nacería su nombre: Pons Ferrata, Puente de Hierro. Era un puente de un solo arco, de unos dieciséis metros de luz y una anchura que oscilaba entre los cuatro y los cuatro metros y medio. Se dice incluso que existía un peaje para cruzarlo. Conviene recordar que Ponferrada nace gracias al río Sil, que separaba en una de sus márgenes la fortaleza templaria, la actual iglesia de la Encina y San Andrés, y en la otra la primitiva Puebla de San Pedro.
En homenaje a los dos protagonistas de aquella decisión fundacional, se alzó cerca del lugar una escultura del artista Manuel Mateo Cuenca. Las figuras en bronce del obispo Osmundo —con mitra y báculo— y del rey Alfonso VI —con la espada desenvainada— emergen sobre pedestales de granito que evocan los pilares del viejo puente. La obra, situada en la Glorieta de Correos, marca el cruce entre dos arterias fundamentales de la Ponferrada contemporánea: la avenida de América y la del General Vives.
La carretera que une Madrid —corazón de España, con su kilómetro cero en la Puerta del Sol— con La Coruña —ciudad gallega cuyo faro, la Torre de Hércules, guía desde la Antigüedad—, al desviarse por Montearenas y atravesar el centro de Ponferrada como N-VI, anunciaba el destino del primitivo puente mayor. El tráfico creciente exigía una ampliación inevitable que acabaría borrando casi todo vestigio del puente histórico, del que apenas sobreviven restos bajo la bóveda. Aquel cambio data de 1961, un año aún vivo en la memoria de muchos ponferradinos.
Ya en la década de 1780 se había ampliado el tablero del puente en unos dieciocho pies. Resistió durante años el continuo paso de carruajes, pero la estrechez de la salida hacia Galicia obligó al Ayuntamiento a expropiar la capilla del Cristo de la Misericordia, parte del viejo cementerio y algunos sotos próximos a la antigua iglesia de San Pedro.
La imagen actual del puente procede de las obras acometidas en 1995, con una inversión de doce millones de pesetas. Dos años después se añadieron las barandillas que hoy lo acompañan. Un muro cercano recuerda, mediante una inscripción, el origen de la ciudad y su vínculo con los caminantes. En otro, frente a este, aparece tan solo el nombre: Pons Ferrata. Durante décadas muchos lo conocimos como Puente de Cubelos, por el café-bar-restaurante del mismo nombre, regentado por miembros de una familia muy querida en Ponferrada y en El Bierzo. Famoso desde 1880 hasta su cierre en 2009, servía un pulpo memorable, digno rival del gallego.
Para mi generación, este puente, al que también se le designaba con el nombre de puente mayor, fue el ‘cordón umbilical’ que unía la parte alta —el casco viejo o histórico— con la parte baja —la populosa Puebla—. Espacio por donde transcurrió nuestra infancia (de los 6 a los 11 años), nuestra adolescencia (de los 11 a los 17) y nuestra juventud (de los 18 a los 35). Era el puente que cruzábamos cada día camino del Instituto Enrique Gil y Carrasco para cursar el bachillerato elemental, el superior y el COU. Allí, nombres como D. Baldomero, de la Academia Berciana, y D. Paco Oviedo, de la Preparatoria, resonaban como garantía de éxito para superar el exigente examen de ingreso.

También lo cruzábamos en septiembre, atraídos por las fiestas de Nuestra Señora de la Encina, patrona de El Bierzo, que llenaban de vida la parte alta con toda clase de eventos: bailes, sesión de fuegos artificiales, misas, gigantes y cabezudos, circo, ferias, atracciones… La parte baja solo acogía, como un privilegio, la última verbena en la plaza de Julio Lazúrtegui. En tiempo de Semana Santa, para asistir a procesiones como la del Encuentro por la mañana y la del Entierro por la tarde-noche del Viernes Santo; la de la Soledad, en la noche del Sábado Santo; o la de quitar el luto a la Virgen de la Encina, al mediodía del Domingo de Resurrección. Personaje único de la Semana Santa ponferradina, el nazareno Lambrión Chupacandiles. La barriada de San Pedro vería procesionar el paso de la Borrica en Domingo de Ramos y al Jesús Nazareno del Silencio en la noche del Miércoles Santo.
En el plano deportivo, era el paso obligatorio para acudir cada dos domingos al mítico campo de Santa Marta y animar a la SD Ponferradina: ¡nuestra Ponfe, nuestra Depor! Hoy ese espacio lo ocupan los edificios MARPA (Martínez y Parra), numerados en romanos del III al VI. Lo atravesábamos también para visitar el Parque del Plantío, el único espacio verde mínimamente acondicionado por entonces. Y en los fines de semana, girábamos a la derecha en la plaza 18 de Julio —hoy plaza de las Nieves—, subíamos por el Rañadero hacia la Encina y terminábamos en el Bodegón, saboreando las patatas bravas de Ovidio o unos mejillones que, si el bolsillo lo permitía, regábamos con una copa de Bierzo Libre.
Permanecen en nuestra memoria las inundaciones del Sil, las riadas que anegaban las huertas junto a la ermita del Sacramento y los molinos. Recuerdo aún el habitáculo acristalado que albergaba la oficina de Información y Turismo, atendida por dos personas muy queridas y apreciadas en el ámbito cultural, como era el caso de Amalio Fernández —conocido por sus entrañables fotografías— y Pedro Fernández Matachana —quien llegó a ser edil—. En torno a los años ochenta se incorporó la presencia femenina en la persona de Rosa del Puerto. Debajo se encontraba el único urinario público que recuerdo, accesible por una escalera junto a un quiosco.

Tal es la relevancia de este puente que figura en el escudo de Ponferrada: «Escudo de azur con puente de oro, mazonado de sable y almenado, con dos torres en sus extremos, y puesto sobre ondas de plata y azur. Timbrado de corona real abierta, en oro».
El crecimiento urbanístico del siglo XX exigió la construcción de nuevos puentes para comunicar los barrios en expansión. El primero fue el ‘puente nuevo’, en los tiempos actuales llamado viaducto García Ojeda —alcalde que lo impulsó, de nombre Luis—, uniendo San Andrés (en la zona conocida por el Moclín) con Navaliegos y mejorando el acceso a la plaza de Abastos y resto de la Puebla. Luego llegó el puente de Hierro o de los Faraones, al que hoy se suma el nombre de Celso López Gavela, que fuese el primer alcalde en la vuelta a la democracia a nuestro país. En 2008, con motivo del centenario de la ciudad, se inauguró el puente del Centenario, que enlaza la avda. del Bierzo y América con Libertad y Asturias en dirección a Columbrianos. A sus pies se levanta la Fábrica de la Luz-Museo de la Energía.
Entre otros viaductos destacan el puente Boeza —Mascarrón, para quienes vestimos canas—, con su estructura de piedra de dos arcos y tajamar triangular, datado a comienzos del siglo XVI y hoy reservado al uso peatonal tras su restauración. Su iluminación nocturna realza su encanto. A su lado se construyó otro puente moderno, abierto al tráfico desde marzo de 2007. Y no debe olvidarse la pasarela peatonal sobre el Sil que une el barrio de la Estación con la falda norte del Pajariel —pulmón verde de la ciudad—, nombrada en memoria de Rafael Martínez Figuera, vecino que murió ahogado en 2009 al intentar cruzar el río por un antiguo paso improvisado.
Así, puente a puente, lo primero villa y posteriormente ciudad ha ido tejiendo su propia historia. Pero hay uno que sigue latiendo por encima de todos: el que dio nombre, unión y memoria.
Pons Ferrata.
Puente de hierro.
Puente reforzado.
Puente que nos fundó y que, de algún modo, aún nos funda.