A veces, la melancolía se cuela por rendijas impensadas. No por un amor perdido ni por la infancia que se esfumó en las esquinas del tiempo, sino por algo tan sucio, tan áspero y tan oscuro como el carbón. Nadie parece entenderlo del todo, pero en los actuales silencios del Bierzo —entre los esqueletos oxidados de los lavaderos de carbón y las escombreras olvidadas— aún queda un estrépito. Una resonancia que dice: "qué bien se vivía entonces, aunque muriéramos antes de tiempo".
La minería del carbón ha sido, en El Bierzo, más que una actividad económica: fue una manera de vivir y de morir. De construir un nosotros. De tener una identidad colectiva, aunque estuviera pintada con polvo negro en los pulmones. Hoy quedan ruinas, subsidios, silencios y una nostalgia que incomoda. Porque ¿cómo puede echarse de menos una época de destrucción, de silicosis, de paisaje arrasado?
Es fácil caer en la ironía: solo alguien desmemoriado querría volver a un modelo económico basado en quemar piedras que nos envenenan el aire y nos agotan la tierra. Y, sin embargo, hay algo profundamente humano en esa añoranza de lo perdido. Porque en esa época de pozos y sirenas también había una forma de orgullo: el del hombre que bajaba a la mina con la dignidad del que arriesga la vida para dar de comer a su familia. El de la mujer que encendía la lumbre con el primer jornal y colgaba en la cocina la foto de esa Santa Bárbara tan bendita. Hubo muchas cosas duras y negativas, sí. Pero también había pertenencia. Un lugar en el mundo. Un papel que interpretar.
Desde la publicación del libro de Julio Lazúrtegui en 1918, aquel Una nueva Vizcaya a crear en El Bierzo, la comarca vivió obsesionada por alcanzar la cuadratura del círculo: convertir la entraña de sus montes en una fábrica de riqueza inagotable. Se equivocaron. Nos equivocamos muchas veces. Porque confundimos el progreso con la verticalidad de las chimeneas, la rentabilidad con la erosión y el bienestar con la acumulación de dólares. Montamos nuestros proyectos sobre los raíles del provecho inmediato, sin pensar que la locomotora de la historia se lleva por delante todo lo que no mira el horizonte.
A medida que la minería se extinguía, no solo se apagaban las chimeneas. También se deshilachaba el tejido social, ese que unía a generaciones enteras en una misma canción triste y resistente. Las escombreras, las térmicas, los cielos contaminados por Compostilla o Anllares no eran hermosos. Pero eran familia. Por eso, ahora que el aire se limpia lentamente y los pájaros vuelven a cantar en rincones donde antes solo se escuchaba el crujir del carbón, hay algo que duele. No porque se anhele el veneno, sino porque en el veneno estaba, de algún modo, el sentido de vivir en común.
Quizá sea el momento de apartarnos un instante del bullicio. Detener la maquinaria del juicio moral, como quien cierra los ojos en mitad del paseo. Respiremos. Pensemos. ¿Qué significa estar bien? ¿Qué idea de bienestar nos vendieron? ¿Y cuál queremos ahora?
Miguel Delibes ya nos advirtió: los carriles del progreso avanzan sobre la idea del provecho. Pero si el provecho nos deja sin árboles, sin agua limpia, sin aire respirable, sin raíces ni memoria, ¿realmente hemos avanzado? El Bierzo ha sido muchas cosas. Ha sido bosque, ha sido mina, ha sido tierra de exilios y de retornos, ha sido cantera y huerta. Pero, sobre todo, ha sido rehén de un modelo económico que confundió valor con precio. El monocultivo del carbón dejó una dependencia insostenible, una población envejecida, un paisaje perforado y una juventud sin horizonte. Más de 600 escombreras permanecen como cicatrices abiertas, y hay pueblos, como Fabero, donde el 27 % del territorio es una herida que, con mucha dificultad, se intenta restaurar.
Y, sin embargo, entre toda esa devastación, la historia del carbón también nos legó una cultura. Una épica. Un lenguaje. Un sentido de comunidad que hoy parece un lujo inalcanzable. Como diría Julio Llamazares, esa historia en negro también era la historia de una forma de vivir. La mina era familia, la mina era lucha, la mina era orgullo. ¿Cómo no dolerse cuando todo eso se convierte en escombro?
Esa es la paradoja: la nostalgia del carbón es la nostalgia de lo que nos hizo fuertes a pesar de todo. No es una nostalgia por la contaminación ni por la explotación, sino por la energía humana que brotaba de las galerías, por la dignidad arrancada a golpe de pico. Por eso duele tanto mirar atrás. Porque, en el fondo, no se trata del carbón. Se trata de nosotros.
Ahora, cuando todo se está reconfigurando, tenemos la obligación moral de mirar adelante sin repetir los errores del pasado. La economía circular no puede ser una moda. Ha de ser el nuevo corazón de la comarca. Porque ya lo dijo el economista y filósofo William Jevons hace más de un siglo: una mina no se reproduce. Una granja sí. Un bosque sí. Un sistema vivo, diverso y sostenible puede ser eterno. El carbón, por muy glorioso que parezca en el retrovisor de la nostalgia, estaba condenado desde la primera piedra.
No basta con haber acabado con la mortífera contaminación. Ni con cerrar las térmicas más tóxicas. Hace falta un relato nuevo. Un relato de reencuentro con la tierra, con los saberes ancestrales, con la belleza de lo lento, lo limpio y lo compartido. El Bierzo debe dejar de buscar su cuadratura imposible y volver a su forma más sabia, la circular.
Hoy, más que nunca, necesitamos aire limpio para vivir. Pero también necesitamos sentido para quedarnos. Tal vez sea en los bancales olvidados, en los sotos de castaños que aún resisten, en el zumbido honesto de las abejas, donde vuelva a nacer una economía del arraigo, no de la explotación. Porque El Bierzo no es carbón. El Bierzo es mucho más. Y quizá, cuando logremos comprender eso, dejaremos de sentir nostalgia por lo que fuimos y empezaremos a construir lo que merecemos ser.