Las "niñas de la bomba" bercianas, un olvido que cumple 71 años

Una de las supervivientes falleció hace unos años y el resto sigue acordándose, en cada San Antonio, de que son afortunadas de haberse quedado solo tatuadas de metralla

Mar Iglesias
10/07/2022
 Actualizado a 11/07/2022
Cuqui y Tita, dos de las niñas de la bomba tras 71 años de aquel episodio.
Cuqui y Tita, dos de las niñas de la bomba tras 71 años de aquel episodio.
Han pasado 71 años de la tragedia que se quedó encajada en las paredes del recuerdo de San Román de Bembibre y en sus protagonistas, las seis «niñas de la bomba». Tita, Cuqui, Charín, Amparín, Adiluchi (Adelina) y Olga pasaron a llamarse así después de que uno de sus juegos acabara convirtiéndose en el capítulo más luctuoso del pueblo. Ninguna de ellas superaba los 10 años y era la hora de la siesta de un día de San Antonio.

En las tardes de calor, el río Noceda era una orilla apetecible para compartir momentos y allí estaban las chicas con una novedad que había dejado Charo, otra niña del pueblo, hoy fallecida, que encontró algo en el río que le llamó la atención y se lo dejó a las demás antes de irse a casa.

Las mayores, Cuqui y Charín, se hicieron con el pequeño botín curioso y que parecía hecho a medida para convertirse en el gorro de una de sus muñecas. Pero había que desencastrar ese gorrito rojo que ellas recuerdan del palo al que estaba pegado, y esa se convirtió en la misión de la tarde. La mejor idea para hacerlo parecía haberla tenido Charín. Un golpe con una piedra y listo. Y el sonido de ese final dio paso a una explosión que se llevó su vida por delante. Un cadáver enlutado, desmenbrado, fue testigo de que aquel palo rojo era una bomba llamada de Laffite, aunque en ese momento era pronto para saberlo.

Las niñas quedaron sobre el suelo, heridas. Su hermana, Olga, la que menos, Cuqui en las piernas, Tita también, Amparín en la barriga «había comido guisantes y se le veían» recuerda ahora Tita, porque Amparín, que en aquel momento era la más pequeña, falleció hace dos años. Y Adiluchi, en la boca, que le quedó marcada por el fogonazo para siempre. Aún 71 años después se ven a la perfección los trazados de la metralla en sus cuerpos.

Incluso cuando los médicos les hacen alguna radiografía preguntan qué es eso que sigue apareciendo como testimonio de un pasado que ahora ya solo ellas recuerdan. Pero en aquel momento, la bomba fue un amargo suceso para una pequeña pedanía bembibrense. Tita, que había salido casi sin permiso de casa, se dirigió a gatas tras la explosión a casa de una vecina en vez de a la suya. En su cabeza estaba que le iban a reñir por haber salido. Rosaura la acogió en sus brazos y su bata, aún siendo negra, quedó sembrada de un rojo profundo de sangre de sus heridas. Cuqui la siguió, casi sin saber qué hacer. Y la madre de la fallecida vio la escena desde lo alto de puente, por donde pasaba con su lechera ,y se la llevó, ya cadáver.

Recuerdan el reparto que se hizo de ellas hacia los centros de salud cercanos y el seguimiento del pueblo. Todos querían arropar a las «niñas de la bomba». Un remolque de llevar la remolacha fue el transporte de Tita y Cuqui que volvieron a pasar la noche a casa antes de ser trasladadas al médico a Ponferrada.

Aquella noche era un conglomerado de sensaciones. Los vecinos salían de dar el pésame a la familia de la fallecida y seguían visita para ver a las heridas «mi madre me hizo dos camisones mientras estaba a mi lado sin dormir toda la noche», recuerda Tita. Al día siguiente, la camioneta de la lechera las llevó en un colchón al médico. Su cura fue quitar la metralla, aunque las cicatrices se quedaron para siempre. El recuerdo también. Tita no quiso más faldas.

La bomba no había aparecido de la nada. Más tarde se supo quién la había tirado al río, esa y otra que también aparecería. Era Isidro, un hombre que había sido boxeador y que se había ido a Buenos Aires. Precisamente antes de marchar, al parecer, decidió deshacerse de esos artefactos, y lo hizo, curiosamente, al lado del hermano de Cuqui, Gonzalo. Precisamente, las niñas habían ido a despedir al vecino cuando había dejado el pueblo, y precisamente explotaron la bomba en una viga-banco al lado de la casa de su suegra. «El hombre trabajaba en una cantera de piedra y podía haber explotado las bombas sin que nadie lo supiera, pero decidió tirarlas», dice Tita.

Isidro nunca más volvió de la Argentina,
tal vez porque no se lo permitieron. Hoy, aquel capítulo que tiene mucho que ver con un territorio en guerra y los estertores de un conflicto, no se recuerda casi en el pueblo. Tita sigue yendo a misa cada San Antonio, tal vez por costumbre o por un sentimiento eterno de gratitud al cielo.

Cuqui dice que no lo olvida «¿recuerdos? ,todos ,los tengo grabados en mi cabeza como el primer día». Piensa que la bomba que se dijo que era de Laffite era realmente una Breda «no hay otra en mi mente», asegura. Cuqui y Tita viven en Ponferrada, Olga y Adiluchi fuera y no hay reencuentros para compartir el recuerdo. No los necesitan porque sigue llegando el 13 de junio y los recuperan sin querer, aunque no haya flores en el río ni calles con su nombre. Ellas son las «niñas de la bomba» que un día jugaron al escondite con la muerte y le ganaron.
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