El grito de las colillas se escucha, sordo y constante, en cada rincón de Ponferrada. No es un alarido estridente, sino la insistencia del detalle. Y es que el crujir de las colillas bajo suela tras suela estremece el ánimo de quien sabe leer el silencio urbano. Cada desecho olvidado clama por un gesto de reparación; cada asfalto mancillado exige una respuesta colectiva.
¿Cuántas historias reposan en eses restos de tabaco? Quizá sea necesario descubrir en ese gesto cotidiano —el descuido de un fumador que arroja al suelo el resto de su pausa— la metáfora de nuestra prisa por desechar el presente. Y, sin embargo, el milagro reside en quienes, ante ese desapego, alzan la vista y deciden recoger. El Proyecto Orbanajo nació hace seis años con la sencillez de una idea que no aspira a la épica: devolver la dignidad al asfalto. «Los más concienciados son los niños —confesaba Pablo con la ternura de quien descubre un secreto—; es algo precioso que sean ellos quienes transmitan a sus padres la importancia de estos pequeños gestos».
La ironía primera reside en la contradicción: la colilla, desecho minúsculo, se multiplica hasta 29 millones de veces al año en el suelo de Ponferrada. Una cifra que gravita en el aire como una cuenta regresiva: 446 colillas por habitante, una repetición diaria de la indiferencia. Si cada colilla tarda hasta diez años en descomponerse, llevamos décadas acumulando descuidos. Quizá haga falta una sacudida irónica, un puñetazo metafórico en la mesa que nos obligue a mirar de frente la ridiculez de nuestra negligencia.
Y, tras esa sacudida, llega la pausa serena. Detener la pluma un instante, apartarse del bullicio urbano y respirar. Porque en ese respiro descubrimos que la acción más sencilla puede albergar la hondura de un acto heroico.Clowncolillas, con su nariz roja y su verbo claro, proclama: «No es más limpio quien más limpia, sino quien menos ensucia». Parece una perogrullada, pero encierra la clave de cualquier transformación: la responsabilidad individual. Y la limpieza —ese acto físico— es apenas el comienzo de una limpieza mayor: la de nuestras conciencias. Ponerse de rodillas para recoger colillas equivale, en su dimensión simbólica, a ponerse de pie para construir un mundo menos frágil. El humor de Clowncolilas penetra en nuestra solemnidad para recordarnos que las grandes lecciones, a menudo, surgen de las carcajadas.
«¿Sabías que una sola colilla contamina hasta 50 litros de agua dulce?», apunta Clowncolillas. Uno imagina ese torrente invisible, salpicado de sustancias tóxicas —nicotina, alquitrán, metales pesados—, y se estremece. Las gotas de lluvia arrastran las cenizas, el río Sil absorbe los residuos, y un problema local se convierte en cicatriz ecológica. Sin embargo, ¿quién pensaría en el viaje íntimo de una colilla? En ese descenso al agua, descubrimos la alegoría de nuestras propias equivocaciones: un objeto minúsculo cataliza una tragedia silenciosa. Y luego está la política, ese escenario donde la solemnidad tropieza con su propia retórica.
Clowncolillas anuncia su próxima parada: «Las concentraciones en Lazurtegui; allí iremos a sacarles los colores, a marcar las colillas que han tirado. Los que gobiernan deberían ser los primeros concienciados». Imaginen al payaso, atuendo estrafalario y gesto compungido, desafiando la seriedad de los discursos oficiales con un simple gesto: señalar una colilla. La democracia se mide, a veces, por la capacidad de quienes nos representan para mirar al ciudadano a los ojos y asumir sus propias faltas. Los números vuelven a perfilarse: 10.400 fumadores en Ponferrada, cada uno dejando en el suelo 2.788 colillas al año, es decir, 7,6 colillas diarias.
Una extraña partitura que sugiere un consumo compensado por la desidia. Un fumador que arriesga siete colillas diarias se acerca a consumir un tercio de paquete; pero arrojar siete restos equivale a concederse una licencia para transgredir, para olvidar que somos parte de un entorno vivo. Aquí descubrimos nuestra propia contradicción: fumamos para hallar un refugio y abandonamos los vestigios en el refugio de los demás. Y mientras recogemos las huellas de nuestras culpas en el pavimento, cabe detenernos un instante para contemplar lo que sucede en el interior de los 10.400 fumadores en Ponferrada. ¡Más números! Un fumador medio, consumiendo un paquete diario, inhala cada año alrededor de 730 gramos de nicotina —la sustancia que ata la voluntad a la necesidad— y entorno a 150 gramos de alquitrán —el oscuro artífice de los cánceres más temidos—.
En total, si sumamos todas las sustancias, más de dos kilogramos de compuestos químicos invaden los pulmones, de los cuales al menos setenta son caprichosamente letales. Esa acumulación silenciosa factura cada respiro con problemas respiratorios, cardiovasculares o tumores que brotan donde no hay defensa. Y, sin embargo, seguimos compartiendo la misma colilla en el suelo, indiferentes al precio que paga el propio fumador.
Al final, descubrimos que no es la grandeza de la obra lo que conmueve, sino la sencillez de gestos como los de Clowncolillas. Y así, postrados ante la belleza inesperada de unos niños entregados a su tarea, comprendemos que la verdadera elegancia reflexiva reside en la sutileza de repararle al mundo ese descuido que hemos permitido. Tal vez sea esa la única forma de devolverle a la vida su brillo más auténtico.
El grito de las colillas no es un lamento sin salida, sino una convocatoria a la acción. Cuando un vecino posa su bolsa de plástico en la acera y agacha la cabeza para recoger un resto, restituye de alguna manera la armonía con la vida. La lucha ecológica se escribe también en los pequeños gestos, en el murmullo convertido en grito compartido. Solo así conseguiremos que este grito, que algunos son capaces de escuchar, se transforme en un canto de compromiso y cuidado mutuo.