Para el mundo, una bandera blanca es el símbolo universal del alto el fuego. Un pañuelo agitado desde las trincheras, una rendición honrosa o, al menos, un instante de tregua. Pero en El Bierzo, esa misma bandera blanca significaba justamente lo contrario: no se trataba de cesar el fuego, sino de avivar la lumbre de la conversación, la amistad y el vino. Una especie de ‘alto al silencio’ más que un ‘alto a las armas’. Una invitación, humilde pero firme, a habitar el tiempo con otros.
Colgada a la entrada de una bodega o una cantina, la bandera blanca no imploraba paz, sino compañía. Como si las piedras del valle, cansadas del paso del tiempo, quisieran reunir a sus gentes para recordar que vivir no es solo subsistir, sino también cantar, escuchar y brindar por lo que permanece, aunque todo cambie.
El lector apresurado podría pensar que una cantina era simplemente un bar rústico. ¡Error!. Las cantinas y bodegones populares fueron —y unos poquitos siguen siendo— mucho más: lugares de reunión, de expansión, de transmisión de historias, afectos y noticias. Hospitalidad por encima de todo. Siempre estaban abiertas; y si no, bastaba con llamar a voces al cantinero o a la cantinera, que muchas veces vivía en el piso de arriba. Se podía tomar un vino, incluso comprar algunas necesidades básicas o una conversación sin prisas.
Las bodegas de bandera blanca no eran negocios, eran declaraciones de principios. No ofrecían cerveza ni copa larga. Servían vino del año, en vaso o en jarra, hasta que se acabara. No había carta, ni camarero con pajarita que apuntase. Solo una barra de madera o una tabla improvisada, y detrás, una persona —un vecino, un campesino, un músico, un biólogo— que abría la puerta no tanto para vender como para compartir.
La bandera blanca indicaba una exención: no era un establecimiento, era un mundo aparte. Y ese mundo tenía sus reglas: no hacía falta pagar con prisa ni consumir para pertenecer. Se pagaba, sí, pero también se cantaba. Se debatía. Se discutía sobre la cosecha, sobre política, sobre si Dios está en el mosto o en la misa. Allí se mezclaban ricos y pobres, curas y agnósticos, como si por unas horas la verticalidad de la sociedad se hiciera horizontal, brindando al mismo nivel.
Hoy, que se habla tanto de redes, de comunidad, de vínculos, conviene recordar que lo más parecido a una verdadera red social era una cantina de aldea: sin algoritmo, sin perfil, sin contraseña. Solo hacía falta pasar y decir «¿hay vino?». Y si había, había conversación. Y si no, también.
Por suerte, la tradición no ha desaparecido del todo. En las montañas del Bierzo aún resisten algunas de estas ágoras rurales con criterio y corazón: el Mesón de Candi, en Compludo; la Cantina de Teixeira; la Cantina de Sara, en Montes de Valdueza… Todas ellas mantienen vivos estos espacios fundamentales para la convivencia, el bienestar y la cohesión de las gentes. Lugares donde la vida rural se defiende no con pancartas, sino con puertas abiertas y vino compartido.
Y luego está El Niño, en Cacabelos, reliquia viva de otra época que resiste como si el tiempo, por respeto, decidiera bordearla. Entras por la calle Angustias y es como cruzar un umbral invisible: el frescor del interior, el olor espeso a vino, las calabazas colgadas como lámparas mudas, la penumbra justa para que la memoria respire sin prisa. Allí, en ese túnel del tiempo, el viajero se sienta sin reloj. No porque no tenga prisa, sino porque la prisa queda en la puerta. Como si el vino tuviera el poder de diluir el calendario. A veces uno habla con desconocidos. O no habla. Escucha. Y eso, en estos días, es ya un acto de resistencia. El Niño, con su vino y sus doritos (no los de bolsa, sino esos cortos de gaseosa bautizados en honor a Heliodoro), ha creado algo que debería figurar en los libros de filosofía práctica: una mesa redonda sin micrófono.
Pero no todo es celebración. Esta columna también es un réquiem. Porque muchas de aquellas bodegas y cantinas han cerrado. No por decreto ni por ruina, sino por soledad. Porque ya no hay quien las abra, ni quien las espere. Y con ellas se extingue un modo de estar en el mundo: esa mezcla exacta de cercanía, ironía, memoria y tierra que llamamos paisanaje. El paisanaje no es un conjunto de personas. Es una forma de estar con los demás. Una sabiduría sin currículo, una manera de dar la razón sin perderla. Una conversación que se interrumpe con un brindis, no con una notificación.
Pasear por El Bierzo hoy —como hago yo, muchas veces, solo— es un ejercicio de nostalgia activa. Uno escucha a los chopos, huele el aire, y piensa: «Si Constento viviera, ya estaría abierta la bodega de Puente de Rey en Villafranca del Bierzo». Pero no está. Y eso pesa.
Y aquí, querido lector, hago un alto. Un pequeño respiro, como quien deja el vaso sobre la mesa y contempla el poso. ¿No nos haría falta a todos, de vez en cuando, una bandera blanca en la vida? No para rendirnos, sino para convocar. Para abrir la puerta, servir un poco de lo que tenemos —aunque sea poco— y esperar a que alguien entre. Porque quizá en eso consista la hospitalidad: en izar la bandera blanca y decir «aquí estoy, con vino o sin él, pero con ganas de escucharte».
No tengo moraleja. Las cantinas no daban sermones. Solo vasos. Pero si me permiten un deseo, que no se pierda la costumbre de abrir la puerta. Que no todo sea solipsismo, o Instagram y algoritmo. Que haya rincones, como la bodega del Niño o las cantinas de montaña, donde se pueda hablar del sentido de la vida sin pretensiones, entre cebollas, cerezas en aguardiente y risas espontáneas.
Por eso, proyectos como ‘La Senda de las Cantinas’, del Consejo Comarcal de El Bierzo, no solo recuperan espacios, sino vínculos. Por eso, si un día ustedes ven ondear una bandera blanca, no salgan corriendo pensando que es el fin. Quizá sea el principio de algo mejor. Como aquel primer sorbo de vino que no se olvida nunca, aunque ya no sepamos exactamente de qué cosecha era. Solo que fue compartido. Y por eso, verdadero.